Hace muchísimo tiempo, cuando aún no habíais nacido, renacuajos, la navidad era diferente. A cada niño nos regalaban una bola para ponerla en el árbol, el único que había, en el centro de la plaza del pueblo. Vaya mierda, ¿no? ¡Qué va! ¡Al contrario! ¡Eran bolas mágicas! La bola concedía un deseo a todos los niños con el corazón puro. El día de navidad, íbamos al centro de la plaza con nuestras bolas en la mano. Entonces había que cerrar los ojos y desear con todas tus fuerzas que el deseo se hiciera realidad. Todo era tan sencillo (o tan complicado) como tener el corazón puro.
Las bolas despedían calor dentro de nuestras manos. Había que sujetarlas fuerte para que no salieran volando antes de tiempo. Con los ojos cerrados deseábamos con fuerza aquello que queríamos, hasta que las bolas quemaban y seguir reteniéndolas era difícil. Entonces abríamos los ojos y las bolas salían despedidas volando hacia su sitio en el árbol. Las veíamos flotar por encima de nuestras cabezas, lanzando destellos de mil colores, y cuando se posaban sobre las ramas y quedaban allí prendidas, relucientes como bombillas, sabíamos que en casa encontraríamos aquello que habíamos pedido. Casi todos los niños éramos puros de corazón. Sigue leyendo «Te haré soñar, un relato de Yolanda López Aguinaga»