Remedios pasó en un momento de la absoluta concentración en extraer oxígeno del escaso aire que le entraba en los pulmones a percibir a la familia en torno suyo. Faltaba su hermano Alberto, cómo no, el ojo del amo engorda al ganado, aunque el ganado sean dos encargadas y tres dependientes para una tienda de ropa de hombre en plena temporada navideña. Manuel, su nieto, miraba el reloj con disimulo, escondido tras su tía Marina. Había quedado con el Moje, su camello habitual, iba a pillar unas pirulas para Nochevieja y se le hacía tarde, hay que joderse con la vieja, no le podía haber dado el ictus en primavera, o el día antes del examen de Estadística. Felipe lloraba, se acordaba de cuando, de niños, fueron a pescar cangrejos y a Remedios un bicho le agarró con la pinza el dedo y la dejó paralizada, gritando y saltándosele las lágrimas. Remedios lo veía todo, escuchaba sus pensamientos y percibía sus emociones. Flotó por encima del cuerpo que empezaba a enfriarse.
«¿Y ahora, qué?», pensó, con cierta curiosidad.
Marina le tomó el pulso, le puso un espejo sobre la boca y salió de la habitación para llamar a Urgencias.
—Manuel, ayúdame tú a vestir a la abuela antes de que vengan el médico y los de la funeraria —le dijo al chico Lydia, su madre.
—No me jodas. Si yo no lo he hecho nunca. Además, tenía que irme a recoger unos apuntes, es solo un momento.
«Para la propina no ponías problemas, cabroncete —se dijo Remedios—. Porque estoy como estoy, pero si me invocan en una «güija» pienso largar lo del Moje. Vaya que sí».
—Anda, vete —dijo Marina—. Ya me ocupo yo.
Remedios, instalada en una esquina del techo, estuvo entretenida un rato viendo trajinar a la familia. El espumillón de la lámpara no afectaba a su nueva percepción. Estaba encantada. Lydia, con la excusa de buscar el seguro, trasteó en el aparador para revisar las cartillas y guardar el dinero antes de que su hijo volviera. Las paredes no la sujetaban ni le servían de apoyo, pero a Remedios le daba cosa cruzarlas y acabar vete tú a saber dónde. Se sentía un poco perdida, sin una luz señalando el camino al otro mundo o un ángel que viniera a buscarla.
Pasó media hora. Llegó una médico que auscultó al cadáver, le tomó la temperatura y certificó la defunción. Los de la funeraria estaban al caer. Remedios empezaba a preocuparse cuando escuchó un sonido extraño, dodecafónico, procedente del piso de abajo, o de más abajo aún. Ninguno de los vivos parecía escucharlo. Un instante de silencio y una figura encapuchada, envuelta en una túnica negra, surgió a través del suelo. Se quedó de pie al lado de la cama. Bajo la capucha, un cráneo se alzó hacia la esquina en la que seguía Remedios, dos puntos brillantes y rojizos en las oquedades de la calavera.
—¿Qué haces ahí arriba? —preguntó la Muerte.
—Es que no sé bajar —dijo Remedios.
La Muerte alzó la mano y tiró de ella para ponerla a su altura.
—Perdona el retraso. Estaba ensayando y se me ha pasado el tiempo. Hasta me he olvidado la guadaña… En fin, ¿tienes la moneda para Caronte?
—¿No admite tarjeta? Voy a coger el bolso, ahí tengo algo suelto.
—Déjalo. Si no te la han puesto sobre los ojos o bajo la lengua no valen. Ya te prestaré yo una. Cambié ayer, últimamente nadie trae.
—Muchas gracias. Ya te la devolveré.
—Lo veo difícil. Pero me puedes hacer un favor. Una tontería, solo nos llevará un momento.
La Muerte le dio la espalda. Después, con gesto teatral, se giró de nuevo al tiempo que la túnica caía al suelo. Bolas navideñas rojas y plateadas colgaban de sus costillas, y una cadena de luces verdes y amarillas, enroscada en la columna vertebral, lanzaba fogonazos intermitentes. Lydia entró en la habitación y se estremeció al pasar a través del esqueleto. Miró recelosa al cadáver sobre la cama. Al salir, la sacudió un nuevo escalofrío y aceleró el paso.
—Espera —dijo la Muerte—. Falta lo mejor.
Alzó el brazo izquierdo hasta dejar el extremo del húmero a la altura de la mandíbula. El hueso estaba atravesado por varios orificios, distribuidos como si de una flauta se tratara. Apoyó las falanges de la mano derecha sobre los agujeros, y empezó a soplar. El ritmo recordaba ligeramente al «Noche de Paz», algo que no lograba ni una sola de las notas. Remedios arrugó la nariz y pensó que Beethoven estaría removiéndose en su tumba. El maullido del gato de la del segundo fue la única respuesta en el mundo de los vivos.
—¿Qué te parece? —preguntó, ansiosa, la Muerte.
—Original —dijo Remedios—. Navideño.
—Esa es la idea. No es nada fácil soplar sin labios, pero creo que le voy cogiendo el tranquillo.
—Claro. No te olvides la túnica. —Siguió a la Muerte a través de una oquedad oscura en el espacio-tiempo—. La moneda esa que me ibas a dejar la tienes a mano, ¿no?
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