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El pez-cuento, un relato de Rafael Heka

Hubo un tiempo hace mucho, de cuando los hombres creían en seres intangibles y estos se manifestaban gustosos de ser queridos, respetados o temidos, en que las costas asturianas eran algo más que un sitio donde vivir a remo de la pesca o la recolección del marisco.

En ellas, y concretamente a un neblinoso y anónimo pueblecito entre las rocas (que tal pudiera haber sido cualquiera de los que ustedes conocen), un día regresó, camino de su humilde casa, un rudo marinero con algo más que la pesca del día.

Entre sus redes había quedado atrapada una botella cuyo interior atesoraba celoso unos pergaminos viejos y arrugados.

Toda la familia, muy sorprendida por el hallazgo, se reunió enseguida al calor de una cocina de carbón y al olor de un buen puñado de gordas castañas que ya empezaban a bailar sobre su chapa. Pronto, el marinero, incapaz de abrir la botella, le degolló el cuello con un cuchillo de cocina y extrajo los legajos.

Eran tan viejos, que apenas se podían tratar con brusquedad, pues amenazaban con deshacerse.

Con suma curiosidad y cuidado, los posó sobre la mesa de la cocina y leyó para todos:

<<Fue en una noche fría. Comenzaba. En una noche fría y llena de presagios cuando aquel hombre, abatido, echó un vistazo al mar y barruntó que no iba a tener una apacible jornada. ¿Cómo podría ante lo que estaba viendo?: Los espumeros, esos niños juguetones y etéreos que se disfrazan de vaharadas neblinosas recubiertas de un fino manto de polvo de agua, salían corriendo del mar con la intención de refugiarse en los acantilados. Aquello sólo podía significar, como cualquier asturiano de mar sabe, que la tormenta acechaba. No le importó. Su gélido semblante le delataba; Había enterrado a su esposa sólo hacía unas horas y aún era incapaz de articular palabra. Una neumonía se la había llevado fruto del exceso de trabajo, la falta de ayuda, la humedad y la poca comida. Silenciosamente, sin que apenas pudiera despedirse, había que faenar.

Solo, y sin cargar sus aperos, se internó en el mar con su barca y la única compañía de un candil.

Nadie más salió a faenar aquella noche.

Nadie le impidió partir.

Hacía tiempo que había dejado de ser un hombre agradable. Que recordara él, desde que desapareció la última persona que lo llamó amigo.

Solo estaba, y solo finalmente la tormenta lo recibió. Lo hizo mar adentro, azotando su cascarón insigne en violentas sacudidas. No tardaría mucho en volcar.

Su cuerpo, que en absoluto opuso resistencia, se precipitó al fondo del mar como si fuese una piedra. Allí esperaba hacer compañía por fin a sus dos infortunados hijos, víctimas de la tragedia de un trabajo ineludible.

Sin embargo, en su descenso, y para su desconsuelo, algo lo detuvo y le aferró el rostro. Era una mujer desnuda con medio cuerpo de pez y le estaba sosteniendo la mirada con picardía. Luego le besó.

Él se revolvió, forcejeó, pero no sirvió de nada. Incapaz de vencer la fuerza de aquella repentina aparición de pelirrojos y ensortijados cabellos, dejó que la calidez que le ofrecía preñara su estómago y que el suave abrazo que lo aferraba le meciera en un placentero sueño.

 

* * *

 

Despertó en el fondo del mar. La sirena nadaba vivaracha a su alrededor describiendo bellos tirabuzones y rizos por entre sargazos y rocas afiladas, mientras él, perplejo, trataba de comprender por qué respiraba aún y las algas lo apresaban. Le había atado ella, entendía:

—¿Por qué haces esto? —le preguntó más dolido que enfadado.

La sirena abrió la boca y su voz sonó extraña, como si desaguara una cañería:

—Porque no merecías morir —dijo divertida—. Porque ya has sufrido demasiado en esta vida y porque yo…, yo…, te quiero.

El marinero se rio de ella:

—Pero ¿cómo me vas a amar si ni siquiera me conoces?

—Te equivocas —respondió ella para asombro del pescador—. Hace tiempo que te amo —continuó—; hace mucho tiempo: desde aquellos jóvenes años en que llegaste al pueblo con ganas de conseguir una flota pesquera y comerte los mares.

El pescador todavía estaba más sorprendido.

La sirena continuó:

—Por aquel entonces yo era una jovencita muy desobediente, intransigente, necia, egoísta…

>>Tan desobediente era, que una tarde me negué a limpiar los peces que mi padre había pescado y mi madre me maldijo, para luego echarme de casa.

>>Yo, enfadada con ella, con mi padre, con mis hermanas, contigo por haberte casado sin apenas mirarme, y con el mundo entero, me interné en el mar —como has hecho tú— esperando morir lo más rápidamente posible y de la manera que más sufrimiento provocara a mi familia.

>>Desgraciadamente, no fue así. La maldición de mi madre, y mi soberbia, hicieron que fuera transformada por los Antiguos en lo que ves ahora: Un pez condenado a vivir eternamente hasta que alguien me desencante.

El pescador, enfadado, le chilló:

—¡Pero yo quiero morir! ¡No quiero a nadie! ¡Ya nada me queda que amar! ¡Ya nadie me quiere a su lado!

—¡Y así pensaba yo! —le cortó la sirena centelleando de ira.

Se hizo el silencio. Luego prosiguió:

—Tras mi transformación —continuó algo más relajada al ver que había conseguido amedrentarlo—, me dediqué incansablemente a hundir barcos, dirigiéndolos hacia embravecidas tormentas o mortales acantilados. Esperaba encontrar en alguno de ellos al objeto de mis desdichas.

>>Pero desde aquí te recomiendo que nunca desees algo con tanta fuerza, pues quizás se te cumpla y una aciaga tarde te encuentres con el cuerpo amoratado de tu padre entre los brazos. Sin que lo esperes. Matándote de dolor. Marcándote, como no esperabas, con el estigma inolvidable de haber sido tú quien sesgó su vida para siempre…

La sirena hizo una pausa:

—Desde entonces, jamás volví a molestar a los humanos.

El marinero exclamó entonces molesto:

—¿Y por qué me molestaste a mí?

La sirena respondió frustrada:

—Ya te lo dije, porque te quiero y porque tú podrías amarme a mí también, si quisieras… De hacerlo, yo dejaría mi actual aspecto, me convertiría en una buena esposa y te serviría hasta la muerte, regalándote tantos hijos que nunca podrías abrazarlos a todos a la vez.

El pescador, aturdido ante tan infrecuente muestra de cariño, no supo qué decir.

Avergonzado, exclamó:

—Lo pensaré…

>>Lo pensaré, si me sueltas.

La sirena obedeció sumisa y lo acompañó a la orilla. Allí, lo dejó con un beso.

  

* * *

 

Las siguientes jornadas le fueron solitarias, duras, tristes.

La sirena le seguía de cerca en sus faenas, aunque a él, al principio, no le agradaba que lo hiciera. De hecho, la despreciaba por quererle. No se consideraba merecedor de tamaño galardón y procuraba no hacer caso.

Así aguantó unos meses. Demasiados, a decir verdad. Pero, como no hay piedra que el tiempo no desgaste, poco a poco, el huraño pescador se fue acostumbrando a aquel juego.

Sin darse cuenta, un día salió a faenar y se encontró (disimulando, eso sí, con el ceño bien fruncido) que la estaba buscando, incluso preocupado por si no aparecía.

Y comenzó a llevarle manzanas, que sabía le gustaban; y se las arrojaba lejos para que las fuera a buscar o las lanzaba alto al aire para que en gráciles saltos las cazara al vuelo.

El dolor de la pérdida no había desaparecido, había madurado; y el amor que empezó a experimentar por ella no había sustituido al que una vez sintió por su mujer y que aún sentía, sino que era de otro orden, de otra especie.

Una mañana, sin saber por qué, la sirena no apareció. No acudió a seguirle; no acudió a comer manzanas.

El marinero se angustió. Y no por no encontrarla, sino porque necesitaba que apareciese; necesitaba ver a aquella que había vuelto a despertar en él un atisbo de humanidad. Necesitaba ver al único ser que lo aguantaba.

La mañana pasó, pero la sirena siguió si aparecer. Entonces, el marinero, no soportando más aquella desazón, se lanzó a las frías aguas, por entre las que buscó y buscó hasta encontrar el verdoso y familiar resplandor.

Salió a la superficie, llenó como nunca sus pulmones y descendió.

Cuando ya creía que no podría contener más la respiración, llegó hasta el fondo. La sirena se encontraba allí, macilenta, tirada grotescamente en la arena. Parecía presa de alguna terrible enfermedad. Tampoco daba muestras de respirar.

Con los pulmones ardiendo y la esperanza de no haber llegado tarde, juntó su boca con la de ella y exhaló su último aliento dejando que por sus reventados pulmones penetrara el frío agua del mar.

 

* * *

 

Un malino.

Un malino había sido la causa de la enfermedad de la sirena.

Los malinos, espíritus malvados, gustan de esconderse en los alimentos; en este caso llegó al cuerpo de la joven en una de las manzanas que con tanto cariño el pescador le había lanzado. De ahí que la tradición aconseje agujerear las frutas antes de comerlas. El confiado pescador, desgraciadamente, no lo había hecho.

Aquel malino envenenó la energía vital de la sirena.

Cuando el pescador la encontró moribunda y la besó, el malino pasó del cuerpo de la sirena al de él, sin saber que éste estaba dando la vida por ella y que entraba ya en un cuerpo muerto, del que rápidamente hubo de salir para no quedar atrapado.

Lo que no sabía es que así tampoco se salvaría, pues moriría de frío en las profundidades de aquel mar, instantes después de sentirse salvado. Y es que los malinos no aguantan las bajas temperaturas. Por eso se meten en el cuerpo de las personas, para disfrutar del calor que éstas albergan en su interior.

 

* * *

 

Cuando despertaron, el marinero descubrió que había sido convertido en tritón en un último acto de misericordia por parte de los Antiguos, y que, en compensación, la sirena había sobrevivido.

Junto a ella, divertido, partió rumbo a la profundidad de los mares, lejos de un mundo duro y cruel en donde tan difícil le era subsistir o crear una familia.

En su viaje toparon con un cuélebre muy viejo, ya jubilado, camino a su eterno retiro en una lejana ciudad sumergida. En ella podría custodiar eternamente bellas riquezas propias de naufragios, junto a espíritus olvidados de pobres desdichados.

Así fue que decidieron irse con él para siempre; a hacerle compañía.

 

* * *

 

De vez en cuando, muy de vez en cuando, el marinero vuelve al pueblo a recordar a su familia.

Allí, en las orillas, rodeado de oricios y en compañía de espumerus xuguetones y perguapos, a veces, llora derramando su recuerdo. Un recuerdo que los marineros encuentran en forma de bellas perlas nacaradas.

Si algún día, alguno de ustedes encuentra una perla solitaria en alguna playa de la costa asturiana: guárdenla, pues quizás sea parte de las lágrimas de aquél que un día murió por amor…>>.

 

Al acabar el relato, la familia del marinero dormitaba por entre sillas, mesas y suelo, harta de comer castañas.

Cogiendo de nuevo el pergamino, el hombre lo enrolló y lo introdujo en una botella de sidra que corchó con fuerza y lanzó al mar al día siguiente.

O así debió de ser, pues una día, en uno de mis múltiples viajes de trabajo como biólogo marino, dentro del estómago de uno de esos raros calamares gigante que últimamente ascienden de entre las profundidades del Cantábrico encontré una con ese relato en su interior y creí recordar, hace muchos años, cómo mi padre, una noche que volvía de faenar, nos lo leyó al calor de nuestra vieja cocina de carbón, mientras mi madre asaba aquellas ricas castañas que tanto añoro.

Desde entonces, lo guardo en mi despacho, en una bella vitrina, catalogado como: Pez-Cuento.

Dado a que mi ética profesional me impide consentir la extinción de cualquier especie, y más aún si ésta es marina, he hecho copias del cuento, lo he embotellado en bonitas y verdosas botellas de sidra y, aprovechando mis nutridos viajes, lo he esparcido por todo el mundo esperando que se reproduzca y sea felizmente pescado para alimento de aquellos que hayan podido perder la imaginación o gusten de avivar la que ya ostentan.

De encontrar uno de mis peces-cuento, no lo matéis, por favor: disfrutadlo, multiplicadlo e incluso, si sois más osados, dad a luz más peces-cuento: Cread historias, embotelladlas y haced feliz a otros afortunados, como me sucedió a mí y le sucedió a mi padre.

Buena pesca y buena cría.

 

#muerodeamorCYLCON

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