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Domingo de Resurrección, un relato de Yolanda Fernández Benito

#altercerdiaCYLCON

“Aún no levantabas un palmo del suelo y ya querías ser costalero” me recordaba a menudo mi abuelo mientras me daba una cariñosa colleja. Y qué razón tenía.

Cuando se empezaban a oír los ensayos de las cofradías, aquellas cornetas y tambores con sus ritmos que poco a poco se iban acompasando, resurgía mi anhelo. Mis amigos me miraban como si fuese un bicho raro. “¿Costalero?, si aquí eso no se lleva” era la frase que daba pie a las burlas y risas. Resignado, acababa aceptando y disfrutando con mi propio escarnio.

Cuando tuve la edad requerida, empecé a procesionar en la Cofradía en la que mi familia militaba desde su creación. Año tras año, proponía cambiar el sistema de traslado del paso y formar un grupo de costaleros. Una vez más tenía que aguantar las risas. A parte de ni siquiera considerar la idea, mi aspecto físico, demasiado canijo y enclenque, no era precisamente el modelo de los costaleros del sur que se veía en las procesiones que echaban por la tele.

Pero el tiempo me acabo dando la razón y en nuestras rutinas sobrias y devotas de Semana Santa llegaron las bandas de música e incluso los costaleros. Gracias a la globalización de costumbres y a varios años de sacrificio y entrenamiento físico, logré cumplir mi sueño. Muy a pesar de mi familia, que estuvo a punto de repudiarme, cambié los colores del hábito de mi cofradía por el costal.

Era Domingo de Resurrección, última procesión de aquella Semana Santa, y por fin cumplía mi sueño. Tan solo habíamos recorrido tres calles cuando empezamos a escuchar chillidos y carreras. Uno de mis compañeros descorrió la cortina para ver qué pasaba. Los ruidos que hasta ese momento nos llegaban amortiguados por los ropajes del trono se convirtieron en desgarradores gritos de terror. Atropelladas carreras resonaban en el pavimento que pisábamos. El espectáculo que se podía ver era dantesco: fieles devotos corrían detrás de sus semejantes, derribando y mordiendo al prójimo para saciar un hambre salvaje.

Tras un momento de vacilación, todos los costaleros abandonaron la protección del trono en un intento desesperado de ayudar a los vivos que estaban siendo masacrados o simplemente de ponerse a salvo, alejándose de aquella barbarie.

Ahora, en la soledad de mi escondite, confieso que en aquel momento no fui capaz de ser un héroe o buscar un refugio más seguro. El terror me paralizó y aquí sigo, dejando que pasen los minutos, esperando que alguien me rescate.

Llevo horas escuchando un monótono ruido: “tap, tap, tap”, pero hasta ahora no he conseguido reunir el valor suficiente para volver a mirar fuera. Los gritos y las carreras han cesado y el silencio se ha adueñado del lugar. No es un silencio absoluto, el monótono “tap, tap, tap” sigue taladrando mis oídos. Con manos temblorosas separo la cortina para echar un vistazo.

En un principio soy incapaz de procesar la grotesca visión que se aparece ante mis ojos. La imagen del paso se refleja en el gran escaparate de unos grandes almacenes. En ella, Jesús Resucitado con los brazos abiertos y las palmas hacía el cielo, simbolizando el perdón, contempla como cinco desastrados nazarenos intentan meterse bajo el trono, mi refugio. Afortunadamente aún conservan sus enhiestos capuchones que les impiden agacharse para entrar. Los resucitados golpean una y otra vez la madera del trono con sus grandes conos de cartón: “tap, tap, tap”.

No puedo sofocar una carcajada mientras miro al Cristo reflejado y pienso: “¡Qué cachondo! No se podría haber elegido mejor día para El Apocalipsis”.

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1 comentario en “Domingo de Resurrección, un relato de Yolanda Fernández Benito”

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