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El principio del fin (I), un relato de Kate Lynnon

#altercerdiaCYLCON

Cuando nos pidieron que entregásemos aquella nota informativa en nuestros hogares, tuve un mal presentimiento. A nadie más pareció importarle; creo que yo fui la única que la leyó. Una semana después, cuando convocaron a nuestros padres a una reunión, la sensación inquietante que tenía en la boca del estómago aumentó. Sabía que no ocurría nada bueno. Llegué a captar algunas palabras a través de la puerta de mi habitación cuando papá y mamá regresaron: presupuesto, chanchullo, crisis… No supe qué querían decir hasta varios días después.

El salón de actos estaba llenísimo. La mayoría de mis compañeros charlaban entre ellos, contentos de perder tiempo de clase. No notaban que los propios profesores estaban tensos, más de lo habitual. Incluso el director, cuando salió al escenario, se secaba el sudor de la calva, nervioso. La voz le tembló tanto como las manos al tiempo que anunciaba los cambios: el colegio estaba pasando por tiempos difíciles y había que buscar una solución. Habían pensado en cerrar el comedor, devolver los ordenadores portátiles que habían traído el año pasado e incluso suspender todas las actividades extraescolares. Se oyeron muchos abucheos y gritos de protesta desde el patio de butacas, sobre todo de los que estábamos en los últimos cursos. Con un gesto, nos pidió silencio y continuó con su discurso.

No iban a permitir que ocurriera ninguna de esas cosas terribles. Entonces dio paso a una señora con bata blanca y gafas de concha, a la que se refirió como «la persona que iba a hacer todo aquello posible». En el bolsillo delantero, por donde asomaba un bolígrafo, se leía el nombre de Futurlab en letras grandes y verdes. Me sonaba haberlo visto antes en alguna parte. La mujer habló durante un buen rato con una voz tranquila, tanto que parecía un robot, y con expresiones raras como «pionero», «tecnología de última generación» y «programa piloto». Oí a uno de los niños de mi clase susurrarle al que estaba a su lado si iban a crear coches conducidos por ordenador. Yo misma no comprendía la mitad de lo que estaba contando, pero no me gustaba y no entendía por qué. Luego intervino el director para aclararnos que a partir de ahora íbamos a colaborar con un grupo de científicos en algunas actividades nuevas. Nada peligroso: serían como juegos.

Desde aquel día, empezamos a ver a la gente de blanco más a menudo. Llegaban en su furgoneta con su rótulo verde y traían un montón de aparatos que nadie sabía para qué servían. Les habían dejado el aula en la que antes dábamos música. Allí se pasaban todo el día. De tanto en tanto, interrumpían alguna de nuestras clases y pedían al profesor o a alguno de nosotros que los acompañase. Una vez le tocó a una amiga mía y, en cuanto volvió, formamos un corrillo en torno a ella. Lo único que fue capaz de comentar era que la habían conectado a una máquina y le habían hecho muchas preguntas. Entonces el chico que se sentaba delante de mí se dio la vuelta. Dijo que a él lo habían tumbado en una camilla y le habían hecho pruebas como en el médico.

Yo vivía con el miedo de que me llamasen a mí. En cuanto oía golpear la puerta me temblaban las rodillas. «Que no digan mi nombre, que no digan mi nombre», repetía en voz baja mientras no me atrevía ni a respirar. Menos mal que me libré… hasta que llegó el peor día de todos.

Ya a primera hora, cuando apenas llevábamos cinco minutos de clase, vinieron a avisarnos. Si había exámenes o algo importante, quedaban cancelados hasta más adelante: necesitaban a la escuela entera para que participase en uno de sus experimentos. Por el momento, el señor de la bata necesitaba que unos cuantos lo acompañasen; leyó en voz alta sus nombres de una lista que llevaba en una carpeta de clip.

A todos los demás nos mandaron al gimnasio. Entre el jaleo de niños y maestros que se armó en los pasillos y las escaleras, llegué a divisar a un par de hombres con pinta de guardias. No distinguí si tenían pistolas, pero al verlos tan enormes y serios, quietos como estatuas, me asusté mucho. ¿Qué estarían haciendo? Al llegar a la planta baja, otros dos vigilaban la puerta de cristales. Cada vez estaba más convencida de que estaban a punto de hacernos algo peligroso.

Nos hicieron sentar a todos en el suelo, como en los festivales de Navidad y fin de curso, dejando un espacio libre al fondo. Allí estaba otra vez aquella señora, la que debía de ser la jefa, acompañada por otra pareja de gorilas uniformados. Se colocó las gafas y, solo con levantar una mano, consiguió lo que pocos profesores: que todos nos quedásemos callados, incluso los pequeños de las primeras filas. Con la misma cara de palo de siempre, explicó en qué consistiría el «juego».

—Estimados alumnos y profesores, me complace anunciarles que están a punto de formar parte de nuestro programa piloto: una prueba médica y a la vez sociológica. Los iremos llamando en pequeños grupos para que pasen por el aula que se encuentra al otro lado del hall, donde mis compañeros les inyectarán una substancia que estamos desarrollando para comprobar sus efectos. Después, se les trasladará al edificio de Educación Infantil, la sala de profesores o el patio de cemento de acuerdo con su evolución. Allí observaremos cómo interactúan con los demás sujetos y después les suministraremos un fármaco para revertir sus efectos. Hasta entonces, les rogamos no abandonen el gimnasio a no ser que sea estrictamente necesario.

Creo que «inyectar» fue la única palabra que reconocimos algunos, y eso provocó unas cuantas miradas de pánico. Una amiga mía, que odiaba las jeringuillas con todas sus fuerzas, se abrazó a sí misma en cuanto oyó hablar del tema. Algunos críos de los cursos más bajos rompieron a gimotear. La de Futurlab y sus matones se abrieron paso hasta la salida del gimnasio. A la mujer no parecía importarle pisarnos a alguno de nosotros con sus taconazos, que se mezclaban con el barullo de adultos intentando poner paz y compañeros haciendo preguntas.

Al poco rato los ánimos se fueron calmando. Alguna de las maestras de Infantil tuvo la iluminación de sacar unas colchonetas como distracción, así que los pequeñajos enseguida se pusieron a hacer volteretas, corretear por todas partes y subirse a las espalderas. Los de mi edad formaron algunos corrillos; ni siquiera tuve ganas de unirme a uno. Me daba hasta envidia ver cómo eran capaces de alegrarse de que no hubiera clase y pasar el rato. Yo no hacía otra cosa que mirar la puerta de cristales ansiosa, pensando que en cualquier momento vendrían a buscarme para meterme no sé qué veneno en el cuerpo.

El científico de la carpeta vino a llamar a su cuarta tanda de conejillos de indias. Por suerte, yo seguía sin estar entre ellos. Pero el gimnasio continuaba bastante lleno y, aunque tenía la sensación de que hubieran pasado horas, solo eran las once menos cuarto. Aún quedaba mucha mañana por delante y tarde o temprano sería mi turno. Me di cuenta de que llevaba tanto rato mordiéndome las uñas que me estaba haciendo sangre.

—Ten cuidado, a ver si los del laboratorio van a intentar robártela —bromeó una voz a mi espalda.

Manuel, un chico de mi clase un poco pesado, señalaba a la heridita que tenía en el dedo. Le miré mal y escondí la mano. Él se rio.

—Te noto asustada, Alex.

Había repetido curso, así que era más grande que los demás y, por supuesto, que yo. Le salían gallos cuando hablaba; unas veces parecía un señor, y otras, un niño pequeño. Como siempre, estaba haciendo cabriolas de las suyas, agarrándose a los barrotes de la ventana e intentando trepar por la pared.

—¿Cómo no voy a estarlo? —repliqué—. Nos tienen aquí como conejillos de indias.

Fue a contestarme algo burlón, pero un ruido muy fuerte hizo que todo el mundo se callase de golpe. Se me pusieron los pelos de punta. ¿Qué había sido eso? Parecía un rugido, pero no de un animal. Incluso Manuel, que era de los que se lo toman todo a broma, se quedó pálido. Dejó de hacerme caso y volvió a su escalada para ver si había algo fuera. No paró hasta que un profesor vino a echarle la bronca.

—A lo mejor lo que hay que hacer es fugarse de la jaula —me susurró antes de irse a buscar otro entretenimiento.

Entonces se encendió una bombilla en mi cabeza, como en los dibujos animados. ¡Tenía razón! No podía creer que algo así se le hubiera ocurrido a ese bruto. A mi alrededor, todos seguían a su bola, aunque los grupitos hubieran bajado el volumen y los profesores estuvieran ocupados tranquilizando parvulitos. Algunos lloraban tanto que se les oía de punta a punta del gimnasio.

Vi a Manuel haciendo equilibrios en el plinto. No me lo pensé más y fui corriendo hacia allá.

—¿Cómo lo hacemos? —le pregunté.

Me miró como si acabase de hablarle en élfico. Se puso a intentar hacer el pino.

—¿Qué dices?

—Lo de escaparnos de aquí —bajé el tono.

Manuel se encogió de hombros y continuó a lo suyo. Di un golpe a la madera, irritada.

—Era una broma, boba. —Volvió al suelo de un salto—. ¿Crees que habría manera de salir con todos esos seguratas?

—Algo habrá que hacer. ¿Tienes alguna idea?

—A mí no me mires. La que saca dieces eres tú.

Me dieron ganas de pegarle una colleja. Entonces la puerta de cristales se abrió. Todo se quedó paralizado mientras sacaban a otros tantos. Manuel me hizo gesto de tener los ojos muy abiertos y se fue detrás de ellos, aunque a él no lo habían llamado. Yo me quedé allí con cara de idiota, sin tener ni idea de qué narices estaba haciendo.

Volvió al poco rato, arrastrado por un par de tipos de uniforme. Nunca le había visto una cara de pánico como aquella. Me buscó entre la multitud del gimnasio y se acercó a toda prisa.

—Ahora sí que tenemos que largarnos —murmuró—. No te vas a creer lo que he visto.

—¿El qué?

Otro estruendo nos interrumpió. El gimnasio se quedó mudo. Todos comenzaron a mirar hacia todas partes, muertos de miedo. Manuel se sacudió con asco. Me hizo una seña para que lo siguiese hacia un rincón apartado, una vez allí, echó un vistazo a un lado y al otro.

—Se habían dejado una clase abierta. Estaban el de Mates, una de las profes de los pequeños y no sé quién más, pero no parecían ellos. Se les estaba poniendo la piel verde y como podrida. Apestaba. ¡Menos mal que los tenían encadenados!

Me lo imaginaba y me daban ganas de vomitar. ¿Querían convertirnos en monstruos? ¿En zombis? Era aún peor de lo que yo creía. Empecé a mirar a todas partes, pensando. ¿Nos creerían los mayores si les intentásemos decir lo que estaba pasando? Nadie había protestado hasta entonces; ¿habría alguien dispuesto a hacer algo? Parecía que estábamos solos ante el peligro.

—Manuel, cuéntame todo lo que has visto —pedí—. Tenemos que hacer un plan.

—A los últimos los han llevado al aula de tercero —Manuel puso cara de esfuerzo al recordar—, la que está al lado de la entrada. He conseguido escaparme del grupo e ir a las del fondo, las de los pequeños, que era donde estaban los bichos verdes. No he llegado a ver mucho porque dos vigilantes han ido enseguida a agarrarme.

—¿Son muchos?

—No lo sé. Supongo que están en las salas en las que hay gente.

—¿Viste si había alguno en la entrada?

Manuel asintió. ¡Mierda! No nos dejarían salir.

—¿Y aquí, en el gimnasio? ¿Había seguratas?

—No, debían de estar ocupados con…

—¡Eh, eso es! —Se me ocurrió de repente—. Si los despistamos, a lo mejor podemos llegar a alguna de las salidas.

—Ya, pero… —Manuel empezó a mover la pierna, nervioso—. ¿Y si están cerradas?

Gruñí. No había pensado en eso. Me habría gustado ser el director para poder abrir todas las puertas del cole. Al pensar en eso, miré hacia él. Estaba sentado en un banco, hablando con otro profesor. Debía de tener mucho calor, pues se le estaban formando marcas de sudor debajo de los brazos. Ninguno de los dos parecía muy contento. Me pregunté si tendría las llaves en ese momento en el bolsillo. Quizás pudiéramos robárselas…

—Ojalá la señora que limpia estuviera aquí —se lamentó Manuel—. Es muy simpática; seguro que ella sí que nos ayudaría.

Casi solté un grito. ¡Claro! El director no era el único que podía hacer eso. Y lo mejor de todo es que yo sabía dónde guardaba sus cosas la de la limpieza.

—¡Manuel, eres un genio! —Traté de hablar bajito para que no me oyeran—. Tenemos que entrar en el baño de chicas de arriba.

—¿Por qué? —Parpadeó, sin entender nada.

—Uno de los váteres es donde están las cosas de fregar. Seguro que allí tam… —Me interrumpí al darme cuenta de algo. Apreté los puños—. ¡Ay! ¡Pero esa puerta siempre está cerrada!

—Bueno, tú eres pequeñita. Seguro que puedes colarte por debajo de la puerta.

Le habría pegado por decirlo con ese tonito burlón, pero le habría dado un abrazo por subirme los ánimos. Ahora solo quedaba un problema: salir del gimnasio sin que nos arrastrasen de vuelta. Necesitábamos una emergencia.

—Pégame —le dije.

—¡¿Qué?! ¿Por qué? —exclamó.

—Para hacerme sangre. Así me llevarán al botiquín.

—No pienso pegarte. Además, un profe tendría que acompañarte. Eso lo estropearía todo. ¿Por qué no dices que tienes que ir al baño? Eres una chica; seguro que te dejan.

Fui a protestar que qué había querido decir con eso, pero me limité a lanzarle una mirada furiosa. El plan era más importante.

—Ya, pero… ¿y tú? —repliqué.

—Ya me las arreglaré. —Se encogió de hombros—. Date prisa.

Como si fuera una película de espías, fui hasta la puerta de cristales andando casi de puntillas. Miraba a todas partes para asegurarme de que nadie me estuviera prestando atención. Lo malo es que en cuanto llegué, el nuevo de Inglés me cerró el paso.

—¿Dónde vas, señorita?

—Tengo que ir al baño. Es muy urgente. —Di unos botecitos y cerré las piernas para que pareciera que me hacía pis.

—¿No puedes aguantar? —me preguntó.

Entonces, me vino a la cabeza lo que acababa de decir Manuel.

—Es que… son cosas de chicas.

Fue como decir las palabras mágicas. El profesor se puso muy colorado y se apartó de mi camino.

—Ve con cuidado.

No sé quién salió corriendo más rápido: si él o yo. Sin siquiera pararme a mirar si había seguratas o no, subí las escaleras a toda velocidad hasta el cuarto de baño.

Allí arriba todo estaba muy silencioso. Lo único que se oía era a un niño pequeño llorando y chillando, y a una mujer hablándole con voz suave. ¿Qué le estarían haciendo? Se me pusieron los pelos de punta.

Entré en los lavabos haciendo el menor ruido posible. Como había imaginado, la cabina de la limpiadora estaba cerrada. Me agaché y me arrastré por el suelo para colarme por el hueco; menos mal que era más o menos amplio. Por una vez, me alegré de ser más bajita y flaca que las demás chicas de mi clase. En lugar de váter, el cuartucho estaba lleno de estanterías con trapos, limpiacristales, friegasuelos y otros botes que no sabía para qué servían. La fregona y el cepillo de barrer estaban apoyados en una esquina. Vi el manojo de llaves colgando de un clavo. Me temblaban los dedos al intentar cogerlas, y el sonidito que hicieron al sacarlas de allí me sobresaltó. Descorrí el pestillo y salí despacito. Al ver la figura de alguien en la puerta, casi me caigo para atrás.

—¡Qué susto me has dado! —regañé a Manuel.

—¡Calla! —Se puso el dedo delante de los labios—. Como alguien nos oiga…

—¿Cómo has conseguido venir hasta aquí?

No pude resistir la curiosidad de preguntar. Él contestó con una sonrisa torcida.

—Lo bueno de meterte el dedo en la nariz es que de vez en cuando te sale sangre. La gente se vuelve loca en cuanto la ve.

Solté una exclamación de asco. No necesitaba tanta información.

—¿Qué hacemos ahora? —murmuré.

—Hay dos en la puerta trasera.

Dejé caer la cabeza. La puerta trasera, por la que los de los últimos cursos salíamos al recreo, era mi esperanza. Confiaba en poder bajar las escaleras de caracol de piedra y salir pitando. Pero si esa salida estaba vigilada y la principal también… ¿qué nos quedaba?

—¡La «biblio»! —exclamó Manuel, como si me leyera el pensamiento—. En la «biblio» no hay nadie. Me he fijado según subía.

Una buena noticia, al menos. Meneé la cabeza.

—Ahora a ver cómo lo hacemos para que no nos descubran abriendo la biblioteca con llave…

—Necesitamos una maniobra de distracción. Tú eres la lista, ¿se te ocurre algo?

No nos hizo falta pensar. Antes de que llegásemos a tener una idea, se oyó una explosión y sonido de cristales rotos. Manuel me empujó para esconderme detrás de la puerta. Nos llegaron pasos acelerados y voces de guardias hablando por walkie-talkies. Parecía que iban hacia la escalera. ¿Qué habría ocurrido abajo?

Manuel se asomó por la rendija y me hizo una seña. Poco a poco, intentando no hacer ruido al pisar, salimos de los aseos y bajamos. Habían dejado un segurata en la entrada trasera. Mal. No se inmutó al vernos, pero eso significaba que teníamos que seguir adelante con el plan de la biblioteca. Continuamos nuestro camino agachados y pegados a la barandilla. Al llegar a un recodo, Manuel me pidió con un gesto que parase y se estiró para ver qué estaba pasando. Yo hice lo mismo.

Creí estar atrapada en una película de acción. Cuatro vigilantes apuntaban con sus armas —al final, parece que sí que tenían— e intentaban atrapar a una especie de monstruo. Tenía la piel verde, casi nada de pelo y le faltaban trozos de carne, como si alguien le hubiera dado un bocado. Su ropa estaba hecha trizas y se le veían las costillas por debajo de lo que debió ser una camiseta. Se movía lento, aullando y mirando hacia todos lados con los ojos en blanco. Pero lo peor de todo era el olor: una mezcla de comida podrida y basura.

—Corre, ahora que están distraídos —me susurró Manuel.

Lo seguí como pude hasta la puerta de la biblioteca. Tenía las tripas revueltas y estaba a punto de devolver. Él extendió la mano para que le diera las llaves. Conteniendo la respiración, Manuel buscó entre el manojo.

Yo, mientras tanto, no podía dejar de observar la lucha. Uno de los tipos acababa de abalanzarse sobre el zombi y estaba intentando atarlo. Los demás seguían apuntando con sus pistolas. Entonces, uno de ellos nos vio.

—¡Eh! ¿Qué pasa ahí? —gritó.

Echó a correr en nuestra dirección mientras los demás seguían defendiendo a su compañero, que había caído al suelo y estaba a punto de recibir un mordisco del muerto viviente. Suerte que en ese momento la mano verde se le agarró al tobillo y lo derribó. Aquello dio tiempo a Manuel de encontrar la llave correcta y abrir.

FIN PRIMERA PARTE. Segunda parte (y final): https://aclfcft.wordpress.com/2020/04/20/el-principio-del-fin-ii-un-relato-de-kate-lynnon/

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3 comentarios en “El principio del fin (I), un relato de Kate Lynnon”

  1. Para evitar posibles ingresos hospitalarios por cuadros de ansiedad aguda y suspense pronunciado, hemos decidido que mañana lunes publicaremos el resto de la historia. Aguantad hasta entonces.

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