—¡Me duele mucho! —se quejó Borja entre sollozos mientras se sujetaba el vientre con las manos.
—Aguanta un poco, cariño. Cuando pase la tormenta podremos volver al campamento y evacuarás sin peligro —intentó animarle Sandra mientras se sentía impotente ante el sufrimiento de su novio.
—Te lo dije, esto era una locura. Nunca debimos alejarnos del grupo —protestó el muchacho con la cara bañada en sudor frío.
—¡Vaya! A ver si también tengo yo la culpa de que te zampases todas las moras de aquella mugrosa zarza sin ni siquiera lavarlas —se defendió la muchacha ante el amargo reproche del joven.
—Perdona mi vida. El dolor me está volviendo loco. No sé lo que digo, ni sé cuanto más voy a poder aguantar —se disculpó entre jadeos con una mueca en la cara que pretendía ser una sonrisa.
—Tranquilo mi amor. ¿Recuerdas lo que siempre nos contaba el Chapas en clase de Deberes Públicos? Decía que ante todo no había que perder la calma y que solo afecta a uno de cada diez —intentó distraer y animar al joven con un tono quizás demasiado condescendiente.
Hacía ya un par de décadas que la humanidad había logrado erradicar por completo enfermedades devastadoras como el cáncer, el SIDA y todas las cepas de gripe. También se había acabado con todo tipo de parásitos que en mayor o menor medida afectaban a nuestra raza. Piojos, pulgas, tenias solitarias pasaron a la historia.
El planeta disfrutó de unos años de esplendor y tranquilidad, pero todos los logros de la medicina y de la investigación quedaron ensombrecidos por la aparición de los GIH, Gusanos Intraintestinales Humanos, unas criaturas de naturaleza parasitaria que solo afectaban al ser humano. A día de hoy, aún no se ha podido determinar su origen. Las teorías más extendidas explicaban su aparición mirando hacía el espacio exterior, otros lo achacaban a un fallido experimento con armas químicas y los más creativos abogaban por el castigo divino. Quizás ese misterio fue uno de los motivos por el cual todavía no se ha podido determinar por completo su ciclo vital.
Con su aparición la humanidad, en su totalidad, logró estar de acuerdo en algo, necesitaban acabar con el enemigo común. Aunque la investigación de estos seres se convirtió en algo prioritario, sin escatimar recursos, avanzaba demasiado lenta y sin apenas resultados. Mientras tanto al ser humano no le quedó más remedio que adaptarse esa nueva lacra viéndose obligada a adoptar nuevos hábitos e implementarlos en las rutinas de las generaciones venideras.
Después de tantos años lo único que sabemos a ciencia cierta es que los GIH afectan a solo uno de cada diez individuos y que aún no se ha podido desarrollar la tecnología necesaria para prevenir la infestación e incluso localizar a los huéspedes infectados. El GIH ha logrado mimetizarse por completo con el organismo humano y solo es posible detectarlo en el momento de su expulsión.
Encerrados en aquel mugroso establo, recostados contra una de las paredes que separaban los cubículos de los animales, entre gruñidos y mugidos, intentaron recordar las enseñanzas que, por ley, habían recibido año tras año. Borja recordó a su profesor favorito y la primera vez que oyó de su boca el discurso institucional.
«Jovencitos, aunque sé que tengo mote, me gustaría me llamaseis Roberto. Por el tema del respeto mutuo —hizo una teatral pausa para dar tiempo a sus alumnos a murmurar a gusto—. Y ahora sin más dilación os voy a soltar la chapa con la que el Ministerio de Educación y Formación Responsable me obliga a castigaros.
Entre las risas y las quejas de aquellos chavales de catorce años el profesor comenzó el monólogo de obligado aprendizaje en todos los centros educativos.
Desde la guardería se os han enseñado las medidas básicas que, si seguís al pie de la letra, os mantendrán con vida. Y para vuestro fastidió paso a volver a enumerarlas:
1.-Mantener una dieta equilibrada que permita que vuestros intestinos estén liberados de deshechos. Aunque no sabemos por qué, las escasas autopsias de víctimas de los GIH que se han podido realizar han demostrado que existe bastante relación entre su aparición y los intestinos con retenciones.
2.-Educar al intestino y adoptar un horario regular para las deposiciones. Ya que es la forma más efectiva de controlar la captura y destrucción de las heces y de los GIH si se manifestasen.
3.-La más importante de todas, tener siempre localizado un sistema de aspiración anal. No importa dónde y con quién estéis, siempre, y digo siempre, debéis defecar con el sistema bien instalado o de lo contrario las fugas os podían costar un disgusto.
4.-Una vez aspiradas las heces bajo ningún concepto debéis abrir la bolsa. Los deshechos deberán permanecer envasados al vacío hasta su incineración. Los GIH no pueden tomar contacto directamente con el aire ya que en menos de un segundo se activan.
Siempre debéis tener presente que en caso de evacuación libre no solo está en juego vuestra vida. El GIH engullirá a su huésped facilitándole el tamaño y la fuerza suficiente como para continuar devorando todo lo que tenga a su alcance.
Y como colofón y aun a sabiendas de lo desagradable que es, estoy obligado a proyectar las imágenes de la última masacre que tenemos documentada gracias a las cámaras del Centro Comercial. Un joven de vuestra edad por una apuesta defecó libremente provocando la muerte de doscientas personas y consiguiente incineración de la zona afectada.
Recordad que aunque solo afecte a un diez por ciento de la población no podemos saber quienes son o somos los afectados.»
—¡Qué pesado era el Chapas! —sonrió Borja.
—Todos los años nos soltaba el mismo rollo. En el fondo creo que era consciente de que no le prestábamos la más mínima atención —continuó Sandra intentando distraer a Borja.
—Cariño prométeme que si me lo hago encima saldrás corriendo sin mirar atrás —suplicó Borja cambiando el semblante.
—No digas tonterías, la tormenta pasará pronto. Además no tienes por qué estar infectado, recuerda que solo un diez por ciento se contagia —dijo con fingida tranquilidad mientras furtivamente echaba un vistazo a la parte trasera del pantalón de Borja.
En el exterior la tormenta arreciaba y no tenía pinta de querer parar. Sandra había pensado en escapar de aquel sucio establo y, tal vez, regresar con ayuda, pero la proximidad de los acantilados y la falta de luz en el exterior no le auguraban un mejor destino.
No recordaba a quién se le ocurrió la idea de recobrar una vieja tradición religiosa, hacer el Camino de Santiago, como viaje de fin de curso, pero muy popular tenía que ser porque nadie se negó. Según le contó su abuelo era una tradición que se perdió con la aparición de los GIH. No solo tenían que dormir en aquellas incómodas tiendas de campaña sino que debían caminar durante el día, horas y horas, cargados con su equipaje por caminos intransitables.
Después de varios días de tortura habían acabado en aquel apestoso establo, en medio de ninguna parte, perdidos y atrapados por la tormenta del siglo. Aunque no lo dijese abiertamente era consciente de que ella solita había provocado aquella situación. Se sentía culpable y no solo por el estado de Borja. El joven había accedido al requerimiento de su adorada novia pensando que aquella aventura acabaría en un furtivo encuentro sexual, pero lo que realmente quería Sandra era cortar con él evitando las miradas reprobatorias de sus compañeros.
Borja se retorcía de dolor en aquel sucio suelo intentando no perder la calma y la concentración.
—Sandra, busca algo para taponarme, estoy al límite y no creo que aguante más. Es un establo, seguro que encuentras algo que pueda sernos de utilidad —ordenó el joven entre jadeos.
Aunque no quería perderle de vista, Sandra, se obligó a registrar la estancia en busca de algo útil. No se le había ocurrido, pero tal vez los ganaderos guardasen en algún rincón un aspirador de emergencia. Por mucho que buscó no encontró ninguno. Cuando se acercaba de nuevo a Borja tropezó con el palo de una horca que estaba enterrada entre el heno. Aunque se torció el tobillo, no le prestó atención ya que en ese momento vio aquel largo palo acabado en punta roma.
—Cariño, solo he encontrado esto —le dijo mostrándole el extremo de la horca con cara de pena.
—Es perfecto mi amor. Coge el trapo que está ahí colgado. Será pan comido —respondió Borja con urgencia.
—Pero si está lleno de mierda, cogerás una infección. Utilizaré mi sudadera —propuso mientras se la quitaba consciente de que lo que iba a hacer, a su todavía novio, era una salvajada.
—No dudes, es lo mejor y los dos lo sabemos. Envuelve la punta con la sudadera y por favor cuando me baje los pantalones no titubees. Si me quejo ignórame. ¿Está claro? —ordenó Borja con entereza a sabiendas de que el dolor iba a ser brutal, pero era su única oportunidad.
Para entonces, Sandra había asumido que era la única posibilidad de salvar la situación y comenzó a actuar mecánicamente. Como si fuese testigo y no protagonista, logró descargarse de los sentimientos que la harían fallar. No le importó rasgar la manga de su sudadera preferida con la que envolvió la punta del palo de la horca. A distancia, esperó a que su novio se bajase los pantalones, eso sí, escudriñando su calzoncillo en busca de manchas marrones. Preparada como estaba, esperó la señal de Borja para introducir el palo en el ano del chaval. Su inconsciente bloqueó el desgarrador chillido que Borja emitió, convencida de que era la única forma.
Él quedó inmóvil y ella con miedo se acercó para ver si aún respiraba. El ruido en el establo era ensordecedor, el chillido de Borja había alborotado a todas las bestias que en él moraban. Sandra se sintió aliviada al comprobar que Borja, aunque inconsciente, respiraba sin dificultad. No se lo pensó dos veces y se encaminó hacía la puerta. No le hizo falta evaluar la probabilidad de éxito de sus alternativas, simplemente su instinto de supervivencia le hizo elegir marcharse y enfrentarse a la noche sin mirar atrás.
Ya solo oía mugidos y gruñidos animales, sin rastro de los lamentos de Borja. Esa ausencia de sollozos de Borja le permitió avanzar y sujetar aquel viejo y herrumbroso picaporte que representaba su salvación. Pero la puerta no se abría, por más que la empujó apenas logró que cediera un par de centímetros. Fue entonces cuando escuchó las voces que venían del exterior:
—Apártate de la puerta o nos veremos obligados a purificar la zona antes de tiempo.
Aunque en un principio se sintió a salvo, solo le llevó unos segundos darse cuenta de lo que realmente estaba pasando. Aun así corrió hacía el ventanuco situado a un par de metros de distancia en la misma pared de la puerta. No dudó en entrar en la cochiquera de un pequeño cerdo para poder llegar hasta él.
Al mirar por la diminuta ventana vio que había dejado de llover y que delante del establo tres personas vestidas con trajes ignífugos y provistos de lanzallamas esperaban preparados para el fatal desenlace. También pudo ver que uno de ellos mantenía la mirada fija en una tablet, cuya luz le confería aspecto fantasmal.
¿Cómo no lo había visto venir? En ese momento descubrió la cámara que les estuvo espiando desde el primer momento en el que pisaron en aquel cuchitril. Se dirigió hacia la cámara para suplicar por su libertad. Intentó convencerles de que ella estaba en perfectas condiciones y que su acompañante estaba debidamente taponado. Un gruñido captó su atención, el cerdito, al que había dejado salir de su cochiquera, estaba empujando la horca que taponaba a Borja.
En apenas un segundo todo se precipitó. El ano del inconsciente Borja quedó liberado y un líquido viscoso empezó a teñir de marrón sus malogrados calzoncillos. En ese mismo instante los granjeros, maldiciendo su suerte por el sacrificio de sus animales, encendieron los lanzallamas y poco a poco avanzaron hasta el establo.
Sandra quedó paralizada por el miedo, su cuello giraba descontroladamente de un lado a otro intentando controlar ambos escenarios.
De repente, recordó las imágenes de aquel chico que defecó en el centro comercial. Cómo la deposición que debía ser marrón, era una viscosa masa blanca. Cómo la gravedad se invertía para aquella cosa y cómo antes de llegar al suelo lograba volver por donde había salido. Cómo una gran boca dentada mordía las nalgas del chaval que para aquel entonces ya chillaba como un loco. Cómo en apenas dos segundos aquel GIH había devorado al chaval adoptando su tamaño y cómo con una agilidad extraordinaria despachaba a su siguiente víctima.
No aguantó más. Entró en pánico emitiendo un desgarrador chillido que consiguió expulsar gran parte de la tensión que la atenazaba logrando que su cuerpo se relajase.
Recobró la cordura y vio, con esperanza, que las heces de su novio no cambiaban de forma ni de color. Tranquila giró la cabeza esperando ver como los granjeros abortaban su deber de exterminio, pero en ese mismo instante sintió un calor pegajoso en sus pantalones y un fuerte pinchazo en la nalga. Afortunadamente el fuego purificador de los lanzallamas acabó con su sufrimiento en el acto evitando que su propio GIH la devorase viva.
¡Qué dolor! Un terror muy digno, para que luego digan de la COVID…
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Ostras. Pánico, susto y miedo.
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