Elvira pateaba el balón contra la puerta de lo que había sido la tienda de la señora Dolores. Su vestido tenía un siete en la cintura y manchas de tonos diversos. Carlos bajó al trote la cuesta de la iglesia. Llevaba la camiseta blanca y el pantalón negro del Burgos C.F. y las botas de tacos.
—Llegas tarde. Nos va a tocar quedarnos de suplentes.
—He tenido que dar de comer al abuelo. ¿Y Marta?
—Vamos a buscarla.
La niña pisó el balón, metió el pie por debajo y lo elevó hasta su mano con un movimiento fluido.
—Qué bien lo haces. A mí siempre se me escapa.
—Tienes que practicar. Después del partido te enseño.
Tomaron la solitaria calle principal del pueblo.
—¿Cada cuánto le das de comer? —preguntó Elvira.
—¿Al abuelo? Lo alterno con mis padres, cada día uno.
—Qué suerte. Yo con mi padre no puedo. El día que no come se pone a gruñir y … Jopé, Marta ha venido con su tía.
La tía de Marta apareció por una esquina, bamboleándose. Al cuello, un collar grueso con púas de metal, y enganchado a él un palo largo que sujetaba la niña.
—Quedamos en que no la traerías —se quejó Elvira.
—No la puedo dejar en casa sola. Se aburre y luego no me deja dormir por la noche.
—Pues vente a mi casa. O a cualquier otra, tienes para elegir.
—Ya.
—Como se escape no voy a ayudarte a cogerla.
—Eso si no se mete en el campo a por el balón, como el otro día —dijo Carlos.
Al pasar por delante de alguna casa les saludaban estertores, sonidos parecidos a ladridos o golpes sordos contra las paredes. En la era, el partido contra el pueblo de al lado había comenzado. Carlos estuvo a punto de echar a correr, pero se frenó para no dejar a sus amigas. Los tres niños siguieron juntos, al ritmo que marcaba la tía de Marta.
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