El violín del abuelo seguía bien afinado a pesar de los años en desuso. Me lo llevé al hombro y comencé a tocar una de mis piezas favoritas, una melodía lenta y llena de sentimiento.
Mis dedos aún se la sabían a la perfección; emocionada, continué con lo que recordaba de mi repertorio: más clásicos, tonadas tradicionales irlandesas, estribillos míticos… El corazón se me aceleraba al ritmo de la música y mis manos se movían como poseídas. Cuando terminé, mi abuelo prorrumpió en aplausos.
Habría sido un momento precioso si no fuera porque el buen hombre llevaba una década muerto.