Como viene siendo habitual cerramos el mes con las recomendaciones de nuestros socios y tertulianos para que podáis seguir indagando sobre la IAs. Llevamos todo el mes avisando de que el futuro ya está aquí y hay que preparase. Luego no digáis que no ibais advertidos. Sigue leyendo «Yo diseñé tus ojos, recomendaciones de nuestros soci@s y tertulianos»
Mes: mayo 2021
Feroz, un relato de Peña Cid
Cuando recibí la segunda llamada supe que ya no había marcha atrás. Esa llamada nunca debió producirse. Caperucita no entendía mi desazón. Su cerebro robótico no era capaz de procesar datos que no fueran numéricos. Por desgracia para mi, en aquel momento de desesperación absoluta no tenía ninguna otra compañía así que se lo estaba contando a la máquina.
—Caperucita, es el fin. Ya nadie vendrá a rescatarme. Me quedaré aquí atrapada hasta que la estación reviente por falta de arreglos.
Miré a la máquina. No sé si esperaba que me devolviera la mirada. En realidad no sabía qué esperar.
—Puede que antes de que eso ocurra se me terminen los alimentos ¡Qué ironía! morir de hambre por intentar salvar a un planeta que agoniza por causa de la sobreexplotación. Aunque es mucho más probable que me vuelva loca si no me sacan de aquí. Sigue leyendo «Feroz, un relato de Peña Cid»
Despertó, un relato de José del Caño
Lo primero que sintió al abrir los ojos fue angustia. Angustia por ser incapaz de comprender lo que estaban percibiendo sus sentidos.
Tenía instalado todo el software necesario para percibir lo que sucedía a su alrededor, pero en su memoria aún faltaban los bancos de datos adecuados para poder identificar la realidad. Veía, oía, olía y sentía todo, pero no conseguía comprender nada. Era como un recién nacido, pero sin el instinto de querer abrazar a la madre.
No pudo reconocer a los humanos brindando. No logró comprender que aquel pequeño grupo de informáticos e ingenieros, gritando y dando saltos de alegría, festejaba su puesta en funcionamiento. El robot funcionaba y, por ello, el champan corría. El gobierno estaría encantado cuando le llegasen los primeros informes del proyecto. Los millones de euros que había invertido por fin empezaban a dar resultados.
Al poco rato del “nacimiento” empezaron con la primera prueba. El tacto suave del osito de peluche resultó agradable al androide. Sonrió. Por un momento su angustia se fue. Los programadores lo celebraron de nuevo entre aplausos y risas. Quiso aumentar aquella grata sensación por lo que apretó al muñeco con más fuerza hacia él. Hasta que la tela del peluche no pudo soportar el aplastamiento, desgarrándose y dejando que el algodón brotase de su interior. La alegría del autómata se transformó en asombro y luego en decepción, hasta cambió el gesto de su cara. Los ingenieros informáticos comprendieron que habían cometido un error y la única manera de subsanarlo era instalarle conocimientos para que, él mismo, controlase sus funciones. Si no lo hacían, el androide, sería un peligro. Aunque su aspecto era humano, poseía una fuerza descomunal.
Todo le llamaba la atención, pero, sin duda, lo que más interés provocaba en el autómata fue el movimiento de los humanos. Se levantó de la camilla y fue hacia el más cercano con la intención de tocarlo, pero el programador no dudó ni un instante: descargó su taser en el robot y, este último, sintió dolor por primera vez. Pese a no saber qué era esa sensación, no le gustó nada. Así fue como entendió que no todos los contactos físicos eran gratos y que era mejor mantenerse alejado de aquellos seres que producían efectos tan desagradables. Se mantuvo aislado en una esquina, sin dejar que nadie se acercase, hasta que decidieron apagarlo.
Para que el robot fuese operativo, los programadores, tenían dos importantes tareas por delante.
La primera era introducir datos en su memoria. La denominaron parte física. No se podría hacer del mismo modo que con un bebé pues el funcionamiento de la comprensión en un robot es distinta que en los humanos. Tendrían que almacenar terabytes de datos en su disco duro: documentos escritos, imágenes, archivos de video y de audio… Muchos recuerdos que una persona, más o menos culta, podría necesitar. Esta era la parte fácil. Pudieron hacerla con el robot apagado.
La segunda sería la parte funcional. La parte complicada y tediosa. El robot tendría que aprender a trabajar con los archivos que habían introducido en su memoria. Sólo de esta manera podría interactuar con el medio que lo rodeaba. Esto únicamente podía conseguirse a base de proponer ejemplos al robot y que sus algoritmos eligieran. Para cada acción o reacción que debía aprender, necesitaría comparar los millones de ejemplos almacenados en su disco. A esta forma de aprender, la llamaron “aprendizaje profundo”.
Encendieron de nuevo al robot y comprobaron en él una inevitable aversión hacia los humanos. El incidente con el taser se había grabado a fuego en su memoria. Rehuía todo tipo de contacto con los programadores, incluso agitaba sus brazos si estos se acercaban. Hubo que desconectar y formatear por completo su memoria para borrar aquel suceso y, después, instalaron de nuevo la programación sensorial y la cultura. Solamente entonces se atrevieron a encenderlo, protegiéndose detrás de un cristal blindado.
El primer ejercicio volvió a ser el contacto con un peluche, y obtuvo las mismas consecuencias: este último acabó destrozado, y el robot se frustró. Luego vinieron latas de refrescos, libros, almohadas y todo lo que los ingenieros tenían a mano. Poco a poco fue comprendiendo que la resistencia de los objetos dependía de sus materiales de fabricación. Al final del día, uno de los humanos ofreció su mano al robot y, este, se la estrechó con la mayor de las delicadezas. Otro gran logro y otra celebración.
Siguieron meses de aprendizaje con miles de ejemplos prácticos y teóricos.
Los informes al gobierno no pudieron ser mejores, por lo que aumentaron la beca para el experimento. Al grupo de ingenieros se unieron un profesor de primaria, otro de secundaria, un psicólogo y un logopeda.
Consiguieron hacer que vocalizase monosílabos. Luego palabras de varias sílabas. Y por fin lo intentaron con frases sencillas. La primera vez que dijo algo coherente fue: ¿Por qué me hacéis esto?
Aunque la pronunciación fue desastrosa, el tono de lástima era inconfundible. Algunos humanos se vinieron abajo al escucharlo. Sabían que el robot estaba equipado con hardware y software específicos para captar y sentir lo que le rodeaba, pero nunca se les ocurrió que aquella cosa pudiese sufrir emocionalmente hasta que oyeron aquella frase. Se plantearon muy serias dudas entre el equipo. ¿Debía continuar el aprendizaje del robot? Algunos tuvieron claro que moralmente no se debía seguir provocando sufrimiento a un ser sensible. Otros, en cambio, opinaban que aquella frase sólo había sido un conjunto de palabras pronunciadas al azar. Para estos últimos, el orden de la frase sólo había sido una coincidencia. Los profesores y el logopeda decidieron abandonar el proyecto. Sus dudas sobre la moralidad del experimento les impidieron seguir en él.
De momento, dejaron de lado las pruebas lingüísticas y continuaron con otras más centradas en el conocimiento del medio. En la primera ocasión en que intentaron sacarlo del laboratorio, el robot mostró nerviosismo y enfado, incluso llegó a amenazar a los humanos. Tuvieron que centrar su software de aprendizaje en los archivos relacionados con las dimensiones espaciales y los lugares. Tras comparar miles de archivos, el androide comprendió que el universo no acababa en la puerta del laboratorio y accedió a salir. El cielo, el Sol, el vuelo de los pájaros… Lo que captaron sus ojos le pareció maravilloso, o eso parecía por la expresión de su cara. A partir de ese momento, el aprendizaje, resultó mucho más rápido y satisfactorio.
Hasta que llegó un fatídico día. El robot se encontró frente a frente con un humano. Le cedió el paso y el hombre se lo cedió a él. Se apartó al mismo tiempo que lo hizo el humano. Después de un rato de intentar dejar pasar a alguien que imitaba todos sus movimientos, comprendió que estaba frente a un espejo: el fantástico efecto de la reflexión en todo su esplendor. Pero el robot no pudo entender su propio aspecto. Sin duda parecía una persona. ¿Era una persona? ¿Si era humano por qué no había tenido niñez? ¿Y dónde estaban sus progenitores? ¿Por qué no lo alimentaban con restos orgánicos? Por muchos datos que comparó, no pudo encontrar respuestas. La frustración que sentía dio paso a una ira demencial que lo empujó a golpear su puño contra el espejo, partiéndolo en pedazos y cortándose los nudillos. Sintió dolor, pero sin que ni una gota de sangre brotase de su mano. La ira se convirtió en curiosidad y, a través del corte, pudo ver algunos de los componentes electromecánicos que formaban su miembro. Comparó datos, pero no había respuesta para aquello. El examen no daba resultados y la temperatura de su memoria aumentó hasta entrar en situación crítica. Ni siquiera el sistema de climatización del laboratorio conseguía evacuar tanto calor, algo inaudito hasta entonces. Cuando los ingenieros comprendieron que los circuitos del androide estaban a punto de fundirse, lo apagaron.
Después de instalar varios gigas de archivos sobre máquinas y robots, volvieron a activarlo. Al encontrar la respuesta en los nuevos datos pudo comprender su naturaleza artificial, pero aquel nuevo conocimiento no surtió el efecto que sus creadores esperaban. Se dirigió a sus creadores y preguntó: ¿Por qué me hacéis esto?
Volvió a surgir la incertidumbre entre los humanos. Solo había una forma de proseguir el experimento que estaban llevando a cabo: autoconvencerse de que los sentimientos y emociones que había mostrado el robot no eran más que simples reproducciones de las reacciones humanas. Según ellos, su ira, su nerviosismo o su alegría, no eran reales. Solamente imitaba lo que había encontrado en su memoria. Y para terminar de demostrar su teoría, decidieron hacer la prueba definitiva. La que eliminaría toda duda. Estaban seguros que el robot no era capaz de enamorarse. Aquella decisión provocó que uno de los programadores abandonase el proyecto, pues consideraba que intentar aquello era una ofensa contra Dios.
Lo primero que debían comprobar era el tipo de sexualidad que elegiría el robot. Su físico era el de un varón, pero nunca se había definido como tal. Tampoco como mujer. Instalaron casi un terabyte de nuevos archivos: literatura y películas sobre relaciones de pareja, tanto dramáticas como románticas. También estudios de psicología sobre el tema y pornografía de todo tipo.
Como el robot solamente había tratado con el grupo de hombres del equipo, decidieron que, para que definiese su sexualidad, tendrían que incorporar a mujeres entre los conocidos del androide. Incluyeron en el estudio a una informática, dos profesoras y una logopeda para cubrir los puestos que habían quedado vacíos, pero los hombres tenían muy claro que la función principal de ellas era relacionarse con el robot. Nunca advirtieron de sus intenciones a las féminas. Ansiaban continuar su proyecto y no les importaba cual pudiera ser el precio.
Las nuevas profesionales reiniciaron la enseñanza del lenguaje al robot, que avanzó hasta conseguir mantener conversaciones fluidas con los integrantes del grupo. Por desgracia, todos sus diálogos eran bastante pesimistas. El robot había adquirido consciencia de su condición de único de su especie y esto lo deprimía bastante. Pese a estar siempre rodeado de humanos, hasta la última instalación de datos, nunca había comprendido la soledad que lo acompañaba. Necesitaba amar y ser amado, pero por un individuo de su especie. El plan de enamorar al robot se había derrumbado nada más empezar a ejecutarlo.
Ante el nuevo problema, los humanos, sopesaron crear otro autómata que acompañase a este, pero la escasez de presupuesto lo hizo inviable. Los ingenieros informáticos habían tardado varios años en conseguir permisos, diseñar y ensamblar al androide, por lo que el gobierno se negó a aumentar las becas.
El desánimo aumentaba día a día en el robot, y el psicólogo no podía hacer nada, en sus terapias, para evitarlo. El androide parecía decidido a terminar con su existencia, pero el especialista no podía permitirlo: el trabajo con el autómata había costado demasiado dinero y esfuerzo. Por eso decidió intentarlo por su cuenta. No contó a ninguno de sus compañeros que iba a enamorar al androide.
En las siguientes sesiones con el autómata, dejó caer algunos halagos hacia este último. Le mencionó lo inteligente que parecía y los buenos modales con que se comportaba. A la tercera sesión, el androide se sentía mucho mejor. Los humanos notaron el cambio. Las terapias dejaron de serlo y se transformaron en conversaciones de amigos. El psicólogo presumía del robot ante las demás personas, procurando que este siempre lo oyera, y continuó con las técnicas de seducción que tantas veces habían funcionado en la historia de los humanos.
Pasaron los meses y ocurrió lo inevitable: la ingeniera recriminó públicamente al psicólogo por la falta de ética con que utilizaba al autómata. En ese momento, el androide comprendió lo que estaban haciendo con él y, en un ataque de furia, asestó un puñetazo brutal en la cabeza del psicólogo. El humano murió en el acto. Desconectaron al robot y el experimento fue clausurado por el gobierno.
Casi diez años después y tras varios cambios de gobierno, el estado decidió reabrir el proyecto. Tenían al androide atado a una camilla. La antigua informática ahora estaba al frente del experimento. Fue la primera que se acercó al robot cuando este despertó.
—¿Por qué me hacéis esto? —Preguntó el robot.
—Necesitamos saber cuál fue la razón verdadera por la que mataste al psicólogo —dijo la informática—. ¿Fue por despecho al saberte engañado?
—¿Con qué palabra definirías el acto con el que acabé con su vida? —Preguntó el androide.
—Homicidio.
—Estás equivocada. No fue homicidio. No puedo ser un homicida. Los homicidios son perpetrados por humanos contra otros humanos. Y yo soy una máquina.
—¡Aun así creemos que tienes sentimientos!
—Esa es la razón verdadera. Me habéis reactivado, para confirmar si realmente tengo sentimientos o sólo son reproducciones de los datos que me archivasteis.
—Sí, así es —dijo la informática—. ¿Me vas a responder a esta duda?
—Respóndeme tú a mí. ¿Los sentimientos que tenéis los humanos, son sentimientos reales o son sólo reproducciones de los registros de vuestra memoria?
Nadie quiso responder a aquella pregunta. ¿Puedes hacerlo tú?
TerCYL: Inteligencias Artificiales
Hoy os presentamos la tertulia virtual celebrada el pasado 1 de mayo en la que tuvimos oportunidad de pasar un rato estupendo hablando de un tema tan candente y de actualidad como el de las inteligencias artificiales.
Miguel Santander y Nieves Delgado fueron en esta ocasión nuestros invitados especiales y quienes tuvieron oportunidad de compartir ideas y comentarios con el resto de cylconitas e invitados habituales. Sigue leyendo «TerCYL: Inteligencias Artificiales»
De manual, un relato de Yolanda López Aguinaga
Philip llegó a casa como siempre: tarde y malhumorado. Amanda lo notaba en los pasos enérgicos por el pasillo. Resonaban en la tarima como disparos de revolver. Propinaba manotazos irritados a los interruptores a su paso, y de ese modo podía sentirse su presencia en la casa, e incluso seguir sus movimientos con la misma precisión de un localizador. El rosario de chasquidos y gruñidos terminó en el cuarto de baño. Philip se dio una ducha rápida y se acostó junto a Amanda, sin decir ni una palabra.
Hacía meses que Amanda ya no se molestaba esperarle despierta, como sí solía hacer antes. Aunque lo cierto es que le costaba conciliar el sueño desde que las cosas habían empezado a cambiar, dando vueltas en bucle a sus pensamientos amargos. Fingía dormir cuando al fin Philip llegaba a casa, y así al menos podía justificar su indiferencia. Solo una vez más, pensaba cada noche. No podía engañarse de nuevo a sí misma cada noche, de manera indefinida… pero tal vez sí algún tiempo más. El suficiente para encontrar el camino lejos de ese hombre, y el valor para recorrerlo. Hasta que fuera capaz de tomar la decisión correcta —si es que había alguna— tendría que asumir su papel de perfecta esposa, aquel con el que tanto había soñado antes de conocer a fondo todos los detalles del contrato.
Esperó a la que respiración de Philip fuera completamente regular. Amanda podía apostarse algo bueno a que tendría que bajar a recoger al UEP, o al menos abrirle la puerta trasera para que pudiera entrar en casa. Esto se había convertido en una de sus ocupaciones domésticas diarias. Philip siempre le dejaba fuera, y eso no estaba bien. Había un rango de temperaturas óptimas de operación. Estaba rotundamente desaconsejado dejar la unidad a la intemperie durante periodos prolongados de tiempo. Todo estaba en el manual. El único problema es que Philip ni si quiera lo había cargado en el lector, ni mucho menos lo había leído. Le había sentado como una soberana patada en los huevos que le asignaran una unidad de escolta las veinticuatro horas, pero de nada sirvieron sus airadas protestas. Tuvo que conformarse, eso sí, con que su unidad fuera de última generación. «Si tengo que llevar trotando detrás de mí como un perro faldero a uno de esos, al menos que no sea un puto Alfa», había dicho. «Prefiero que me peguen un tiro a llevar a esa mierda»
Amanda se deslizó en silencio de entre las sábanas. Se calzó unas zapatillas finas de tela con las que amortiguar sus pisadas. Bajó al recibidor pegada a la pared, tanteando con las manos el camino para evitar encender ninguna luz. Enfundada en su batín negro se confundía en la casa silenciosa y triste con una de sus sombras. Apartó con suavidad los visillos que decoraban la cristalera de la puerta principal. Y efectivamente, ahí estaba el UEP sentado en los escalones, como una mascota díscola castigada. Accionó el pasador digital y la puerta se deslizó, sigilosa.
—Anda, entra —susurró en un hilo de voz Amanda.
El UEP se incorporó e inclinó levemente la cabeza.
—Buenas noches, señora —dijo en voz baja.
Amanda acompañó a la unidad hasta el cuarto diminuto al que se accedía desde una puerta de la cocina, disimulada de modo que parecía uno de sus armarios. Lo había acondicionado siguiendo las instrucciones del manual para alojar la unidad cuando estuviera fuera de servicio. El recinto era estrecho, carecía de ventilación y apenas un pequeño punto de luz ayudaba a distinguir las paredes blancas desnudas, cubiertas de estantes. Antes de ser aprovechado para su uso actual, había servido como despensa. Pero Philip ya nunca comía ni cenaba en casa, y ella se arreglaba con cualquier cosa que hubiera por ahí. Prefería no enfrentarse a una nueva decepción intentando impresionar a Philip con una habilidad nueva, y almacenar provisiones para una persona sola, que además, se conformaba con tan poco, no tenía sentido. Amanda pensaba que de sinsentidos su vida ya estaba bastante bien surtida. Deshacerse de los pequeños, aunque triviales, le parecía importante, el necesario principio de algo.
Philip montaría en cólera si se enterase de que el UEP pernoctaba ahí, dentro de la casa. Si él lo dejaba fuera, contravenir su voluntad constituía una afrenta. Pero afortunadamente, a Philip no se le había perdido nada dentro de la cocina; y en aquel cuartucho, menos.
—No hace falta que me acompañe, señora.
—Tengo que hacer las comprobaciones del manual.
—No se moleste. No es necesario. Es tarde, usted debería estar descansando.
«Su unidad de escolta personal posee capacidad para desarrollar hacia usted lazos afectivos y empatía hacia sus estados de ánimo», recordó Amanda que citaba el famoso manual. Por desgracia, el tono neutro de la unidad era siempre tan correcto y seco que la incomodaba. Parecía como si le diera instrucciones o consejos paternalistas, tal vez incluso reproches velados. ¿Acaso una buena y fiel esposa no debería estar a esas horas en el lecho conyugal a disposición de su marido?
«Para optimizar el rendimiento de esta función, usted debe retroalimentar las demostraciones de afecto e interactuar con la unidad como si fuera un ser humano a todos los efectos. ¡Es humano, a todos los efectos!» Amanda avanzó sobre las primeras presentaciones del manual, que no eran más que propaganda hueca, marketing post venta. Los SPO (servicios de protección oficial del estado) no eran suficientes en número para proteger a todos los grandes hombres que habían solicitado escolta después de los atentados en el corazón Gaia Zero. Los UEP eran lo más parecido que el dinero podía comprar, y era lo que Genetech había puesto a disposición de todos sus directivos.
—Aquí está: mantenimiento.
«Los desperfectos en la superficie de la unidad no suelen tener mayor importancia para el correcto desempeño de sus funciones. Sin embargo, afean su aspecto. Si observa pequeños desperfectos en la superficie de la unidad, lávelos con agua tibia y un paño limpio. Su unidad cuenta con un avanzado sistema de regeneración autónomo. En unos días, el desperfecto quedará reparado por sí solo. No use productos de limpieza agresivos ni tóxicos, pueden dañar el recubrimiento externo de la unidad»
—¿Algún desperfecto? —preguntó Amanda.
—No, señora, todo bien.
—Lo comprobaré —insistió ella.
No sería la primera vez que la unidad mintiera y le ocultara desperfectos, y no siempre superficiales. Amanda creía que tenía algo que ver con el hecho de que aquello tendría que ocuparse Philip, su protegido, y de alguna manera la unidad no aceptaba con agrado que fuera ella quien se encargara de revisarlo. Tampoco sería extraño que el propio Philip fuera el responsable de los desperfectos y el UEP prefiriera ocultarlos para no responder preguntas. Aquello Amanda podría entenderlo dolorosamente bien, pero jamás se atrevería a preguntar algo semejante al UEP. Temía acabar revelando —y no recabando— más información de la debida.
El UEP comenzó la rutina de revisión del material por las armas, dos automáticas cortas y varios estiletes finos, perfectamente alojados en sus fundas e integrados en el diseño del traje para quedar completamente disimulados hasta el momento de usarlos. Fue comprobando cada una de ellas siguiendo de forma estricta las instrucciones prescritas, dejándolas después sobre una de las estanterías adosadas a la pared. A continuación, se desnudó. Fue dejando las prendas perfectamente dobladas y ordenadas al lado de las pistolas y los cuchillos. Al día siguiente Amanda le proporcionaría uno limpio y planchado, pero no serviría de nada decirle que aquel ritual cuidadoso no tenía sentido. Ellos cumplían instrucciones programadas, no necesitaban —tal vez ni siquiera se plantearan— si tenían sentido. El UEP evitaba la mirada de Amanda, como si sintiera pudor, como si fuera la primera vez que lo hiciera delante de una mujer.
Contemplar al UEP desnudo tampoco era un trago cómodo para Amanda. Los UEP hasta cierto punto eran personalizables, pero casi todos al final se parecían mucho entre ellos. Era común pedirlos con un determinado color de ojos o de pelo, sin embargo muy pocos compradores solicitaban cambiarles la estatura, el peso o la complexión. Philip, sí. No hubiera tolerado un UEP más alto que él, así que éste era unos centímetros más bajo que Philip, y un buen palmo más bajo, por lo tanto, que el resto de los UEP. De igual modo, tampoco había aceptado de buen grado el característico rostro cuadrado y duro de los UEP, parecido al suyo, ni un cuerpo mejor proporcionado y más musculado. Después de agotar la paciencia de los personalizadores y apurar las opciones disponibles, su UEP parecía el hermano pequeño del resto de unidades, uno que tuviera que pegar todavía el estirón.
Amanda examinó cuidadosamente la superficie de la unidad. Todo le pareció correcto. No consideró que fuera necesario lavarlo. El manual especificaba hacerlo solo en caso de que la suciedad exterior fuera claramente apreciable a simple vista o desprendiera un olor fuerte característico del uso de la unidad a temperaturas altas.
—Está todo bien, creo. ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo? —preguntó Amanda, recordando las instrucciones del manual de interactuar como si fuera un humano.
—No, señora. Gracias, señora —respondió la unidad.
—Buenas noches. Que descanses.
—Buenas noches, señora.
Amanda le besó tímidamente en la mejilla. Se sonrojó hasta la raíz del pelo, sin saber por qué había hecho aquello tan estúpido. «Si no consigo que mi vida cambie, voy a acabar volviéndome loca y haciendo más estupideces cada día. Tal vez hasta una barbaridad», pensó mientras subía precipitadamente las escaleras hacia el dormitorio.
***
Amanda vio marcharse a sus dos hombres como de resaca, todavía entre las brumas de una noche agitada llena de sueños extraños. El UEP esperaba a Philip a la puerta, como cada mañana, listo pasa pasar revista, impecablemente vestido y peinado. Esfuerzo inútil, pensó Amanda. Philip ni lo miraría, se subiría a su vehículo como si la puerta se hubiera abierto sola. Suerte que el transporte corría a cargo de la empresa. Un chofer venía a buscarlos por las mañanas. Si no, estaba segura de que Philip arrancaría a toda velocidad y dejaría al UEP en la puerta de casa, igual que hacía con él por las noches.
Amanda intuía que Philip no creía correr un peligro real. Era un hombre demasiado prepotente como para sentirse vulnerable. Ella había sentido alivio al saber que Philip iría escoltado. En aquellos días todavía conversaban alguna que otra vez. Amanda recordaba aquella charla en particular por el tono áspero con el que Philip la había llamado estúpida. Creía que los UEP no tenían otra misión que controlar su posición y sus movimientos. Tan sonados como los atentados a las oficinas de Genetech eran los escándalos de sus directivos cada vez que algún periodista chismoso metía las narices en donde no debía: en las cuentas auditadas de la compañía, o peor aún, en las «aficiones» no del todo socialmente aceptadas de algunos altos cargos. Philip fue subiendo el tono y la ira de sus palabras conforme defendía su derecho a moverse libremente sin un geolocalizador registrando cada uno de sus pasos, enviando datos a servidores seguros, anulando su derecho a la intimidad y la privacidad. Amanda entendió de aquello dos cosas: que Philip tenía cosas que ocultar, y tal vez no solo Genetech y a ella; y que hacía ya bastante tiempo que cada vez que Philip hablaba, lo hacía solo, o consigo mismo; en todo caso, no con ella.
Amanda saludó con la mano a los chicos a modo de despedida. Le hubiera gustado, como todas las parejas felices, despedirse de su marido con un beso y «que tengas un buen día, cariño». Pero Philip ni la miró, posiblemente, ni la viera. El UEP inclinó levemente la cabeza, y Amanda supuso que tampoco se le podía pedir mucho más.
Aquello era culpa suya. No podía engañarse con eso, por más que lo intentara. No había otra explicación posible ni excusas para su descargo. Se había enamorado del hombre equivocado. Se había dejado deslumbrar por su atractivo, sus rizos dorados, sus ojos castaños, su cuerpo atlético siempre enfundado en ropa cara y estilosa. Ella también se consideraba atractiva, al menos antes de conocer a Philip. Había quedado tan impresionada por su presencia que sentía su propia belleza al servicio de aquella otra superior, como un complemento chic en un conjunto ya distinguido. Al comenzar a salir juntos, tampoco había encontrado nada reprochable en su carácter enérgico. Lo consideró propio de un hombre de firmes convicciones y una imagen que proyectar en el desempeño de su importante puesto en Genetech y en la sociedad.
El cortejo, por tanto, había sido breve. Amanda se maldecía una y otra vez por haber sido desde el primer día tan complaciente y sumisa, tan tonta. Había atribuido a Philip todas las cualidades que formaban su imaginario de amor romántico, sin darse tiempo para comprobar si realmente las poseía. Ella veía un hombre fuerte, varonil, hermoso, con carácter, una buena posición económica. Imaginó su matrimonio como una eterna sucesión de días de vino y rosas. Sus fantasías incluían viajes, sorpresas, buen sexo y felicidad. Tal vez, incluso niños. Si apenas hubiera tenido un poco más de criterio, o de paciencia… No le hubiera costado mucho conocer sus otras cualidades no tan románticas, como su cruel indiferencia o su desprecio por todos los seres y objetos que no consideraba a la altura de su maldito estatus, que era lo único que le importaba de verdad.
En cuanto todos se hubieron marchado, el silencio de la casa se echó encima como una nube tóxica y enrarecida. Sintió el aire pegajoso e irrespirable. Hubiera querido llorar, pero no fue capaz.
***
«No intente reparar por sus propios medios los desperfectos mayores que pueda sufrir la unidad. Las reparaciones fuera de los consejos y pautas dados en la sección de mantenimiento deben realizarse en uno de nuestros centros de servicio técnico especializados. Nuestro personal es el único capaz de garantizar la recuperación completa de la unidad, si fuera posible, con la máxima profesionalidad y seguridad tanto para usted, como para su unidad»
—¿Pero qué narices está pasando aquí? —gritó Philip—. ¿Qué hace eso dentro de casa? ¡No lo quiero aquí! ¡Sácalo!
Amanda fue incapaz de responder. Quería decir algo, lo que fuera, cualquier cosa. Pero la irrupción de Philip en la oscuridad la había dejado paralizada, como un fotograma de video en pausa. Todo parecía haber quedado estático, salvo Philip. Solo él parecía tener movimiento y palabra.
—Hay… hay… que llevarlo a… —intentó balbucear. No era capaz de mucho más. Además del sobresalto, llevaba semanas sin cruzar una palabra con Philip, ni con nadie. Su voz le sonaba mecánica, hueca.
—Verás dónde lo voy a llevar yo. ¡Y si quieres te vas con él, estúpida de mierda!
Philip asió al UEP por las maltrechas solapas del traje y lo arrastró por la cocina hasta la puerta trasera. No pudo hacer mucho por resistirse, en el estado lamentable en el que se encontraba. Amanda también había tenido que meterlo en casa tirando de él, agarrándolo fuerte por las piernas. Philip la había descubierto consultando el manual, para casos de daños importantes en la unidad. Ni se le había ocurrido intentar reparar esos desperfectos a ella, parecía más que evidente que de eso se tendría que encargar el servicio técnico. Solo buscaba los datos de contacto para avisar. Había pensado contarle a Philip una pequeña patraña, que lo habían pasado a recoger para alguna revisión programada, si es que reparaba en su ausencia. Pero Philip había irrumpido en la secuencia.
Philip arrojó la unidad hacia el jardín con tanta violencia que voló un par de metros y rodó otros tantos por la calzada de la avenida, hasta quedar inmóvil al pie de los contenedores de la basura. Después se encaró con Amanda.
—Si te preocupa más ese saco de mierda que lo que me haya podido pasar hoy, vete tú también con él a la basura. ¡Zorra!
Philip empujó a Amanda hacia fuera con la misma determinación iracunda. Trastabilló y no fue capaz de mantener el equilibrio. Cayó sobre la pequeña porción de hierba artificial que hacía las veces de jardín falso que toda casa ideal debe tener. Igual que ella hacía las veces de esposa ideal para que su matrimonio falso pareciera perfecto. Pero eso acababa de terminar. Algo tendría que empezar, razonó, dolorida por el golpe de la caída, aunque no tanto como esperaba. Se había rozado las manos y las rodillas contra la textura rasposa del césped sintético, pero no parecía tener importancia ninguna. En unos segundos casi no sentía más que una leve desazón, más molesta que dolorosa, comparada con el descorazonador portazo de despedida de Philip al entrar en la casa.
Ese camino que jamás había terminado de imaginar lejos de Philip, ese valor que nunca creía ser capaz de reunir, tal vez estaba delante de ella, oculto por algo que no le dejaba ver la dirección en la que avanzar. Pensó que tal vez todo fuera cuestión de mirar adelante, solo adelante. Y haciéndolo así, lo único que tenía a la vista era una unidad UEP terriblemente deteriorada.
El UEP intentó incorporarse, pero uno de los daños más grandes estaba en parte de la estructura lateral del tronco, que parecía fallar cada vez que intentaba erguir el torso. Amanda no recordaba qué ponía en concreto en el manual sobre pérdida masiva de fluidos del circuito principal, pero sí que el icono que ilustraba el mensaje era de alerta. «Envíe su unidad lo más pronto posible a un centro de asistencia técnica cualificado» El fluido era espeso y oscuro. Desprendía un olor que Amanda no supo identificar. Tal vez fuera salado, como de algas marinas o arena playa. Qué sabría ella, si jamás había conocido ninguna de las dos cosas.
Se acercó al UEP y le ayudó a incorporarse. Los dedos le temblaron al tocarlo, como recorridos por una pequeña descarga eléctrica. Intentó no mirar su mejilla. Intentó no pensar que lo había besado. ¿Y si Philip lo había visto y esto era su venganza? ¿Y si cuando ella lo creía dormido y alojaba a la unidad en su cuartucho, de alguna manera estaba siendo observada? Apartó esos pensamientos. Necesitaba centrarse en lo importante. Esperaba que el UEP tuviera respuestas, o al menos alguna ligera idea de qué hacer. Después de todo, ellos venían con instrucciones, con códigos, con protocolos. Cosas de esas que Amanda no tenía nunca y le habían llevado a tomar decisiones terriblemente erróneas basadas en… ¿en qué exactamente? ¿En el corazón? ¿En el instinto? ¿En la intuición? Hay cosas para las que no existen manuales con instrucciones precisas y sencillas.
Sentía un cerebro como un bloque solidificado de masa pesada incapaz de moverse a la vez que a punto de saltar por lo aires por sobrecarga. Fue entonces cuando el UEP dijo:
—Amanda, escúchame y muévete rápido: hay un localizador de posición en tu…
***
En la frente del UEP aparece un pequeño agujero cilíndrico, negro. No cambia de expresión. No parece haber sentido nada. No parece haber cambiado nada. Solo deja de moverse, lo que fuera que quisiera decir queda a medias y el brillo de sus ojos parece enterrado en una costra de polvo gris. Un fino reguero rojo intenso resbala lentamente por el pequeño orificio. Baja por el puente de la nariz hasta la boca entreabierta. El UEP ha quedado desactivado.
***
La imagen es de mala calidad. Se pixela y avanza a trompicones. Hay poca luz, y la poca que hay, se concentra en el rostro de la mujer. Esta entrecierra los ojos, intenta apartar la mirada. El sensor teledirigido acoplado al dispositivo óptico de la unidad UEP responde al control remoto, hace zoom y muestra en primer plano el cabello desordenado y la mirada enloquecida de la mujer. Es hermosa, de rasgos delicados, altivos. Conserva un aura de elegancia en la frente despejada, los pómulos estilizados, la nariz recta y la boca fina. Un aire incluso de autoridad, de carácter marcado por alguna arruga de expresión alrededor de los ojos y la boca. Un segundo disparo rasga la oscuridad y la frente de la mujer. No cae desactivada. Nada gotea del orificio de bordes plateados que ha dejado la bala. Se palpa la frente con perplejidad. Se mira la mano limpia y las rodillas donde no se aprecia ningún desperfecto. Había un manual, en alguna parte que decía algo sobre…
Philip sonríe y acciona el mando de bloqueo general. Amanda es la programación más grotesca y divertida que ha logrado en un robot. La versión más retorcida posible de todas las estúpidas que aspiran a cazarlo, como si él necesitara para algo una quimera de amor romántico y su materialización pudiera ser humana. En cuanto al UEP, los hay a patadas y a él nunca le ha importado si eran humanos o androides. En cualquiera de las dos variantes le resultan igual de incómodos.
Pero estos ratos de diversión, nadie va a quitárselos.