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Las lunas de Asteriom, un relato de Laura Peña y Rocío García

#lasrojaspraderasCYLCON

Dejo constancia de estos hechos en mi diario, por si en el futuro algún viajero espacial lo encontrara en la inmensidad del universo. Eso no pasará, pero necesito una distracción en los que deben de ser mis últimos días de vida. Escribo estas palabras desde un diminuto agujero en el suelo donde apenas puedo estirar las piernas, es el mejor refugio que he podido encontrar. No tardarán en llegar, los noto, me buscan.  Solo espero que para cuando me encuentren yo ya esté muerto.

Me llamo Tyler Amstrong, nací en un pequeño pueblo de Nebraska. No sé cómo ni cuándo empezó mi fascinación por el espacio; mi madre decía que, ya siendo un bebé, no apartaba la vista del cielo estrellado cuando salía conmigo al jardín en las noches de verano; decía que movía los ojos creando mis propias constelaciones y reflexionando sobre todo lo que habría ahí fuera por descubrir. Ojalá hubiera tenido tanta suerte como el famoso Neil con mi mismo apellido. Él volvió. Yo no pido tanto, seguramente morir en el espacio no es lo peor que puede pasarme.

Se me saltaron las lágrimas cuando leí mi nombre en la lista de tripulantes, dos centenas de afortunados habían sido seleccionados para viajar. Nos repartieron en numerosos cohetes, era uno de los proyectos más ambiciosos de la NASA y la ESA hasta la fecha. Abandonarían la Tierra doscientas personas al mismo tiempo, y se repartirían por el universo cercano para llevar a cabo distintas funciones. Mi equipo se dirigiría a las inmediaciones de la sonda espacial LISA. Fue un orgullo para mí participar en esta misión, durante toda mi vida había seguido con curiosidad el novedoso esfuerzo por detectar ondas gravitatorias. Conocí en profundidad el proyecto LIGO, y después su predecesor, Advanced LIGO, hasta que, un 14 de septiembre de 2015, a las 9:51, se detectó la primera onda gravitatoria. La teoría de la relatividad de Einstein era cierta, y yo indagaría más en este desconocido fenómeno que resolvería algunas de las incógnitas más importantes para la humanidad; el inicio, el fin y los límites del grandioso universo.

El gran éxito de LISA Pathfinder, el antecesor de LISA, que quería probar su tecnología, abrió el camino a que, a principios de la década de los 30 del siglo XXI, se lanzaran tres magníficas naves que actuarían conjuntamente constituyendo los vértices de un gigantesco triángulo giratorio que detectaría las más mínimas variaciones en el universo inmóvil.

Partí del planeta natal junto a mi mejor amiga; llamada, curiosamente, Lisa. Ella era mi mayor apoyo, siempre creyó en mí, y yo en ella. Cuando aún éramos adolescentes nos encontrábamos sentados en la orilla de un lago.

—Lisa, ¿qué son las ondas gravitatorias?, le pregunté.

Ella lanzó una piedra del suelo y esta rebotó tres veces sobre la superficie del agua hasta que finalmente se hundió.

—No soy la persona indicada para responder a tu pregunta, Tyler, pero, ¿ves las ondas que la piedra ha creado en el agua? Ha perturbado su tranquilidad, su paso ha obligado al agua a desplazarse y las ondas se transmiten por el fluido. Imagina ahora una masiva y espectacular colisión entre dos agujeros negros, infinitamente más grandes que nuestro Sol. Provocarían que el espacio-tiempo cambiara sus dimensiones, la deformación se alejaría más y más hasta llegar a los confines del universo.

En ese momento despertó mi curiosidad por las desconocidas ondas gravitatorias, le prometí que, un día, los dos juntos las estudiaríamos y haríamos descubrimientos asombrosos, que nuestro nombre aparecería en los libros de texto.

Lisa y yo subimos ilusionados a la nave que nos llevaría hacia la experiencia más importante de nuestras vidas; llamada Atlantis II. Nuestra principal misión, junto con los otros 18 miembros de la tripulación, sería reajustar una de las naves de LISA, pues ya habían pasado varios años desde que llegó a su destino y podía llegar a estropearse si pasaba más tiempo; se situaba en el vértice más cercano a la Tierra el día en el que llegáramos. Cuando regresáramos a la Tierra, pasaríamos a ser los máximos responsables del proyecto y todos los descubrimientos posteriores se atribuirían a nuestros nombres.

Pasaban los días, las semanas y los meses. La espera era insoportable. Recorrer millones de kilómetros en el mismo espacio con las mismas personas empezaba a pasarnos factura. Intentábamos mantener la salud mental, aunque con escaso éxito. Pasábamos largas horas jugando al ajedrez, demasiadas horas. Contábamos historias, leíamos; hasta que las mismas historias se repetían demasiadas veces y los mismos libros perdían nuestro interés cuando prácticamente podíamos recitarlos de memoria. Seguíamos una estricta rutina de ejercicio, pero no evitaba que nuestros músculos se fueran atrofiando y nuestros huesos perdiendo densidad por la falta de gravedad, cada vez nos sentíamos más débiles. Nuestros compañeros más afectados resultaban escalofriantes cuando, en mitad de la noche, los encontrabas vagando por los oscuros pasillos; a la luz de las estrellas parecían horribles seres deformes y encorvados, aunque no se alejaba demasiado de la realidad. Tratábamos de inventar nuevas distracciones, jugábamos para no volvernos locos, versionábamos de formas variadas todos los juegos conocidos. Desde la Tierra debían reírse de nosotros; si aún podían vernos a tantos kilómetros de distancia. Una veintena de adultos, los más cualificados en su disciplina, corriendo como dementes a esconderse, o más bien flotando, como espectros recorriendo los pasillos de un manicomio abandonado.

Primavera, verano, otoño, invierno y de vuelta al ciclo, la frontera entre los días y las noches empezaba a desdibujarse y casi perdíamos la noción del tiempo. Una vez cumplidas nuestras funciones a bordo de Atlantis II, las horas sobrantes del día eran demasiadas, el tiempo pasaba demasiado lento. Habitualmente, solía aislarme en alguna estancia y, simplemente, observaba y escuchaba. Los sonidos del cosmos eran tenebrosos, algunos se asemejaban al viento, otros a aullidos, pero todos ellos eran desoladores. Me hacían entrar en un estado de trance en el que permanecía la mayor parte del tiempo mientras observaba el infinito, fantaseaba con salir ahí fuera y dejarme llevar, observar desde arriba todos los cuerpos celestes.

La nave era inmensa, la mayor jamás construida, el mayor exponente de tecnología punta. Éramos conejillos de Indias. Debimos darnos cuenta antes de partir, pero la ilusión nos había cegado. Al menos no nos quedaríamos sin provisiones ni oxígeno, en las interminables salas crecían todo tipo de plantas y animales genéticamente modificados para mejorar su rendimiento y resistencia, debíamos recopilar información sobre los efectos que el cosmos tenía sobre ellos, así como nosotros también estábamos monitorizados, pues nadie hasta la fecha había pasado tantos días seguidos en el espacio, ni siquiera los investigadores que residían en las primeras colonias de la Luna. Gracias a nuestro sacrificio, unos hombres poderosos descubrirían desde sus acogedores hogares si aquí sería posible la vida humana a tan largo plazo, mientras nosotros perdíamos el juicio. Quién sabe, quizá ni siquiera tenían planeado el viaje de retorno, quizá nos mintieron, quizá todo es una ilusión y quizá yo ya estoy loco.

No, todavía no. Pero el pobre Albert, sí. Aquel día me tocaba buscar a mí, e iba a ganar. Mark siempre ganaba, por qué tenía que ganar siempre, me ponía enfermo. Entré en la Sala 21, todo estaba oscuro menos la ventana. La luz de las estrellas iluminaba la silueta de Albert.

—¿Por qué no estás escondido? Has perdido.

—Entiendo.

—¿Qué miras?

—¿No lo ves? Ahí, en el infinito. Es Dios. Puedo ver su rostro. Sus ojos son las estrellas que más brillan. Tiene la boca abierta, pronto entraréis por allí.

Tres días después todas las instalaciones se llenaron de luces rojas giratorias y un sonido estridente. Algo pasaba y habían saltado las alarmas. Cuando llegué al Centro de Mando encontré a Albert degollado con una sonrisa en la cara, diminutas gotitas de sangre salían de su cuello, esparciéndose lentamente en todas direcciones. Debió de hacerle gracia que muriésemos, había destrozado toda la maquinaria que encontró a su paso, nuestra esperanza de regresar a la Tierra. Lo único que quedó intacto fueron los generadores de emergencia y las depuradoras de agua, pero los mandos quedaron inutilizados, la conexión con el planeta natal se interrumpió y perdimos el rumbo, íbamos a la deriva en inmensidad de la nada.

El miedo acabó con otro de nuestros compañeros, lo encontramos levitando en la Enfermería, por delante de unas grandes letras rojas pintadas en la pared que empezaban a desprenderse en pequeñas gotas flotantes. El mensaje decía: “Sufriréis la ira del escorpión”.

Destinamos una sala a guardar sus cadáveres, con la esperanza de no ser los próximos. Si algo nos mantuvo con una mínima esperanza fue Mary, la Ingeniera Aeroespacial jefe; quizá conseguiría reparar los mandos y milagrosamente regresaríamos a casa.  Sabíamos que era altamente improbable, pero la esperanza es lo último que se pierde. Los días que siguieron trabajó incansablemente, pero antes de terminar, si es que

hubiera terminado, sufrió un terrible accidente. Dos sensores estaban rotos y eran fundamentales para retomar el contacto con el planeta natal y así, con suerte, orientarnos en el viaje de vuelta. El único lugar donde podía encontrar otros del mismo tipo era la parte delantera de la nave, que entonces estaban destinados a captar otro tipo de señales. Dispusimos todo lo necesario para su expedición al exterior, al hostil universo. Recorrió un metro, dos metros, tres metros; entonces supimos que algo iba mal. El cuerpo de Mary empezó a hincharse y ella en seguida perdió el conocimiento. Revisamos los trajes, Albert no había descuidado ningún detalle, todos ellos tenían diminutos agujeros, casi imperceptibles a menos que los buscaras a conciencia. El traje de Mary no estaba presurizado, la microgravedad había convertido sus líquidos corporales en vapor y ahora casi doblaba su tamaño; la diferencia de presión debió de romper sus pulmones y no tardaría mucho en morir. Como Albert había predicho, al poco tiempo entramos en la zona de no retorno de un agujero negro, o la boca de Dios, como él decía. La nave empezó a dar vueltas y vueltas, éramos los primeros humanos en atravesar un agujero de gusano.

Íbamos a gran velocidad, rebotábamos contra las paredes, la presión era demasiado alta. No puedo contar cómo ni cuando salimos de allí, pues al poco de comenzar el brusco trayecto me desmayé, al igual que el resto de mis compañeros supervivientes. Lo último que recuerdo es a Kate saliendo despedida hacia un puntiagudo saliente que se había desprendido con el ajetreo, donde quedó ensartada a la altura del estómago.

Cuando desperté todo estaba tranquilo de nuevo. Reinaba un silencio sepulcral, exceptuando un leve goteo. La cabeza me daba vueltas y me palpitaba. Me encontraba en el suelo tendido de costado, miré a mi alrededor y vi los cuerpos de Ryan y Mark, no parecían tener demasiadas lesiones, solo algunas contusiones y desgarros leves. Habrían muerto de síndrome de descompresión, intuí; cuando atravesamos el agujero blanco de salida, el cambio de presión debió de ser tal que no pudieron soportarlo, el misterio es cómo los demás sí pudimos. El goteo continuaba, me giré hacia arriba y vi colgando sobre mi cabeza los pies de Kate, su sangre no cesaba de gotear sobre mi frente. Me levanté y observé sus ojos vidriosos y su mueca de dolor. Cuando hube asimilado lo que acababa de suceder, salí corriendo torpemente a buscar al resto de tripulantes, esperando encontrar a Lisa con vida.

En la Sala 6, encontré a Alice tirada en el suelo, gimoteaba. Un bulto amoratado sobresalía en el lado derecho de su cuello, estaba roto. Había perdido la movilidad de las extremidades y apenas podía respirar. Deseé que su sufrimiento acabara pronto y salí de allí en busca de supervivientes. Encontré a Lisa sentada en su cama; cuando empezaron las turbulencias, logró aferrarse a una pata, fija en el suelo, y atarse a ella antes de desmayarse. Apenas estaba herida, solo tenía una muñeca torcida y cortes superficiales causados por los cristales voladores de un marco de fotos. La abracé y, a pesar de todo, me tranquilicé. Fue entonces cuando se hizo la luz ante mis ojos: los cuerpos yacían en el suelo y la sangre caía.

—Lisa, no flotamos, ¡hay gravedad!

—Mira por la ventana, Tyler.

Me puse en pie y casi perdí de nuevo el conocimiento ante la impresión que me produjo lo que tenía delante de mis ojos; una interminable extensión de tierra se abría paso ante nosotros. Habíamos llegado a algún planeta desconocido.

Nos dirigimos a los grandes ventanales del Centro de Mando para poder observar mejor aquel paisaje. Era una tierra desolada, similar a la superficie de Marte, pero de un color amarillento y apagado, sin nada a la vista excepto algunos montículos de rocas. Era de noche, tres lunas brillaban en el cielo.

No puedo decir cuánto tiempo pasamos observando el horizonte; seguramente, horas. Aquel inhóspito lugar con un brillo fantasmagórico ejercía en nosotros una atracción sobrenatural. Salimos de nuestro trance cuando Charlie entró bruscamente.

—Seguidme, tenéis que ver esto.

Nos condujo a toda prisa hasta las Bodegas de la nave; en el trayecto, vimos de pasada el cuerpo de Eddie, o lo que quedaba de él, pues una chapa del techo se había desprendido y lo había seccionado en dos partes, en el suelo solo se encontraba la mitad superior de su cuerpo, con las vísceras aún humeantes esparcidas en un charco de sangre; quién sabe dónde había acabado el resto. Cuando llegamos a las Bodegas, Charlie señaló una de las paredes; el impacto había abierto una gran grieta en la nave y podíamos observar el exterior. Instintivamente, quisimos correr a buscar bombonas de oxígeno, si no era ya demasiado tarde.

—¡Parad!, gritó Charlie. No os vais a ahogar. Me he despertado aquí al lado, y no estoy muerto, además, mirad fuera.

William se encontraba tirado en el suelo polvoriento, había salido despedido cuando la nave impactó con el nuevo mundo. No parecía consciente, pues tenía un gran golpe en la cabeza, pero respiraba. Pasamos unos minutos observándolo y, efectivamente, no pasaba nada, su pecho seguía ascendiendo y descendiendo con ritmo constante. Por alguna razón, en ese planeta había oxígeno; aunque ninguna forma de vida aparente ni mucho menos plantas o algo similar a ellas.

Tras poner a salvo a William, seguimos buscando supervivientes. Afortunadamente, todos los demás tripulantes seguían con vida. Durante el día, nos deshicimos de los cadáveres, los abandonamos a unos doscientos metros de la nave. Tres de nuestros compañeros sufrieron graves episodios de locura y ataques de ansiedad, por lo que nos vimos obligados a retenerlos atados.

Yo mismo estuve al borde de un ataque de pánico; por la noche, mientras todos dormían (o al menos lo intentaban, sin éxito), me dirigí a la habitación de Lisa, tal vez ella lograra tranquilizarme. Pero no la encontré allí; estaba seguro de que debería, pues yo mismo la había acompañado hacía unas horas. Recorrí todos los pasillos y estancias, pero no había ni rastro de ella. Finalmente, me asomé por la grieta de las Bodegas y vi sus huellas en el polvo. Seguí su rastro, que parecía no tener fin, anduve durante largo rato hasta que, varios kilómetros después, divisé su silueta iluminada por las tres lunas. Me acerqué a ella; estaba de pie, observando. Delante de nosotros se extendía un inmenso océano de aguas oscuras.

—¿Qué haces aquí?, ¿te has vuelto loca?

—Calla y observa el agua.

—Yo no veo nada. ¿Cómo es posible que aquí haya un mar?

—Espera y verás.

Tras unos minutos mirando fijamente a las profundidades, me pareció ver un pequeño destello de luz azul, aunque tan breve que me pareció una ilusión.

—¿Qué era eso?

—No lo sé, pero hay cientos de ellos, se han escondido cuando has llegado.

Durante el camino de regreso, las sombras nos acechaban, aunque nos encontrábamos solos en la desolada llanura. Lisa parecía tranquila, pero yo tenía la sensación de estar siendo observado, sentía en mi nuca la penetrante mirada de miles de ojos y la respiración caliente de algún acompañante, pero por más que miraba a mi alrededor, aterrorizado, no aparecía ningún espectro, ningún muerto viviente ni ningún ente de distinto tipo. Empezaba a sugestionarme y a sudar, la adrenalina me invadía y las venas del cuello me palpitaban, me llevaba las manos a la cabeza y daba más y más vueltas tratando de encontrar la fuente de mi pánico, oía su respiración justo detrás de mi oído, la sentía húmeda, pero no había nada ni nadie. Lisa, asustada por mi estado mental, me ayudó a regresar cuando empecé a marearme. Nos pusimos a salvo del potencialmente hostil exterior y dormimos, o, al menos, lo intentamos, pues el miedo y los gritos de nuestros compañeros atados no ayudaban. Tras muchas horas de insomnio, ruidos y alucinaciones, el sueño consiguió vencerme, pero las pesadillas se sucedieron y solo deseaba despertar.

Cuando amaneció, tras una noche mentalmente agotadora, encontré a Lisa corriendo de un lado para otro.

—No están, me dijo, histérica.

—¿Quiénes?

—Arthur y Sarah. No están en la nave, pero tampoco han salido de ella, no hay huellas. Parece como si se hubieran volatilizado.

Preguntamos a David, uno de los atados, al que esa noche tenían que vigilar por turnos. Parecía haber perdido la cabeza del todo.

—Los gigantes de patas puntiagudas se los han llevado. No me estaban vigilando, estaban juntitos en la habitación de enfrente, cuando uno de esos seres grises rompió la ventana con sus largos y afilados deditos y se los llevó. Nos quedamos sin gente, ¿eh? A este paso no vamos a poder poblar este planeta, una pena. Yo ya me estaba haciendo ilusiones, imaginad: David, rey del planeta Miriah, o Tsuk, o Asteriom, ¿alguna sugerencia?, no, olvidadlo, mis súbditos no deciden. ¿Qué hacéis ahí parados?, desatadme, no puedo gobernar desde aquí; seré el mejor gobernante que este planeta haya conocido, irónico, pues seré el primero, y después gobernarán mis hijos, y mis nietos, bisnietos, tataranietos y así hasta el fin de los tiempos. Vosotros y vuestros descendientes trabajaréis para mí, vosotros dos podríais… ¡sí!, vosotros criaréis esos odiosos bichejos que hay en las jaulas de los laboratorios para dar de comer a vuestro rey; Charlie y Anna cavarán profundas minas hasta encontrar diamantes, no, ¡mejor que diamantes!, seguro que aquí hay minerales mucho más valiosos que incrustaré en mi corona y mi cetro. William, si sobrevive, se casará con Amanda y cultivarán la tierra, y, los demás…ya lo pensaré. Cuando seamos cientos de personas construiremos enormes ciudades y se hablará de mí en todos los lugares, el gran David, el talentoso David, el hermoso David, el magnífico David… Seré más importante que Jesús de Nazaret, año 2072 después de David, año 3053 después de David. Todos me temerán y me amarán.

Se reía a carcajadas y decidimos dejarlo solo con sus divagaciones; avisamos al resto de la tripulación para que nos ayudara a buscar a los desaparecidos, no podían haber ido muy lejos.

En los alrededores seguíamos sin encontrar huellas, solo unos extraños agujeros en el polvo. Más adelante, unas gotas de sangre, y, finalmente, huellas, aunque solo de una persona. Por las marcas que había dejado, parecía que había caído de algún lugar alto y había salido corriendo alejándose de él. Si era cierto que unos seres muy altos con patas puntiagudas se los habían llevado, ya no había ni rastro de ellos. Seguimos las huellas, que nos condujeron de nuevo hacia el mar, pero esta vez no encontramos la silueta de la persona en cuestión observando el agua, como yo había encontrado a Lisa; las huellas acababan en la orilla y el rastro se perdía, el mar se la había tragado. Miramos hacia el oscuro abismo y vimos una gran sombra, del tamaño de una ballena, pero con la forma de una repugnante escolopendra, hundirse hacia las profundidades, seguida de cientos de diminutas luces azules.

Cuando regresamos a la nave, unos extraños seres estaban devorando a los atados. Eran de color rojizo y su cuerpo era blando y gelatinoso, tenían miles de diminutos tentáculos que se metían por debajo de las uñas y las cuencas de los ojos de nuestros amigos, se notaban los abultamientos debajo de la piel mientras los desollaban, y ellos gritaban mientras los seres los masticaban con cientos de pequeñas bocas con dientes afilados. Estaban rodeados de esos pequeños seres azules brillantes.

Corrimos todo lo rápido que nuestras fuerzas nos permitieron, pues el viaje nos había dejado muy débiles, pronto nos internamos en una densa niebla soporífera y acabamos quedándonos dormidos.

Despertamos en cómodas camas situadas en una habitación circular de paredes blancas, todo había sido un sueño. En el centro de la estancia, había una gran mesa rebosante de comida deliciosa. Seguramente, al poco tiempo de salir de la Tierra, notaron que nuestra salud empeoraba y nos rescataron con síntomas de descompresión y alucinaciones grupales.

Todos comíamos, bebíamos y reíamos. Lisa me abrazaba y me decía, ¡hemos vuelto!, ¡estamos en casa! Yo estaba mareado; una amable y hermosa camarera me ofreció un vaso con algún líquido indeterminado, pero yo no me encontraba bien y lo rechacé. Ella seguía insistiendo y empezó a enfadarse, hasta que me obligó a beber a la fuerza. La fiesta continuó largo rato, los camareros seguían ofreciendo bebida y todos aceptaban. Cuando volvió a ser mi turno, acepté amablemente el líquido, para no levantar sospechas, pero cuando la mujer se dio la vuelta lo escupí disimuladamente en la manga de mi camisa. Unos minutos después mi vista empezaba a ponerse borrosa, en cada pestañeo, la iluminada habitación se volvía oscura, las luces del techo se volvían estrellas y, las paredes, rocas escarpadas. Empecé a ver la realidad, la comida no se trataba de deliciosos platos, sino de duras rocas y restos humanos. Los compañeros de enfrente sonreían con la boca encharcada de sangre, de otros, y suya propia, fragmentos de sus dientes caían cada vez que hablaban o masticaban. Intenté advertir a Lisa cuando ninguno de los gigantes con patas puntiagudas miraba, mientras estaban ocupados dando de beber a sus invitados. Ella no me creía, pero yo le supliqué que escupiera la bebida la próxima vez que se la ofrecieran. Acabó aceptando, y estuvo a punto de gritar cuando uno de esos seres apoyó su largo brazo puntiagudo y acorazado sobre mi hombro mientras respiraba cerca de mi oído con su boca llena de largos dientes y rodeada de pequeños tentáculos, para ofrecerme más bebida, que yo acepté y repetí la táctica. En el tiempo transcurrido desde que despertamos, dos compañeros más habían desaparecido, esos seres se llevaban a uno de nosotros cada cierto tiempo sin que los demás se percataran por los efectos del narcótico (quién sabe lo que les harían), por lo que tendríamos que escapar pronto.

Sin pensarlo dos veces, echamos a correr, pero el terreno irregular y salpicado de grandes piedras acabó separándonos. En un momento dado, dejé de ver a Lisa. En una colina rocosa se abría un laberinto de cuevas, las recorrí hasta llegar a una galería amplia; los compañeros desaparecidos durante la alegre comida se encontraban ensartados en afiladas estalagmitas que despuntaban en sus bocas. En el techo de la gruta había una representación de círculos concéntricos entre los cuales estaban esculpidos extraños símbolos, en el centro había un ser enorme parecido a un escorpión bajo las tres grandes lunas llenas, debía de ser el rey de los monstruos. Más abajo, el resto de criaturas parecían venerarlo, hasta el momento sólo me había encontrado con unas pocas de las que allí se representaban, las que parecían más inofensivas. Oí ruidos, algo se acercaba desde el interior de la cueva, por lo que regresé al exterior y seguí corriendo. Poco después llegué al refugio en el que me encuentro, no sé dónde estará Lisa, solo espero que corra mejor suerte que yo y busque la forma de morir antes de que la encuentren. Para mí ya es demasiado tarde, veo luces azules brillantes rodeando la entrada del agujero, sobre ellas, en el firmamento; las tres lunas. Me sonríen. Me han encontrado.

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