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Dignidad (Highly Gifted), un relato de Marco Granado

Hoy, Fran se ha sentado en el último vagón del tren silencioso; ayer, en el segundo. Uno diferente cada día. Si te pegaras al riel de cemento metalizado sobre el que circula, podría pasar a tu espalda y solo notarías el aire roto que se dispersa. Falta un cuarto de hora para las siete de la mañana y los pasajeros viajan concentrados en las noticias o la música de sus auriculares. El tren se detiene, se abren las puertas. Fran mira por puro reflejo a la gente que baja. Una mujer gorda se tropieza en uno de los escalones y sale despedida hacia el andén. Cien kilos de masa corporal lanzados con una aceleración cercana a los 9,8 m/s2. Fran abre los ojos, ante la perspectiva de algo que recordar cuando cene solo en su apartamento, pero un láser surge del techo y sujeta a la mujer. Esta se mantiene unos segundos en el aire en un ángulo imposible, agitando los brazos, hasta que el haz de luz la arrastra despacio y vuelve a hacer pie. Otro invento de los hachegés, la vida más fácil para todos. Fran agria el gesto y se gira hacia la ventana. La masa de trabajadores se separa en filas hacia las distintas empresas del polígono. Se sabe de memoria los nombres: Vikgén, que produce compuestos vitamínicos; ManDart, electroconductores; Busolán, piezas de motores químicos… La próxima parada es la suya.

Entra en la fábrica rodeado por otros setenta hombres y mujeres. Hacen cola para pasar por el arco detector que registra la hora de entrada, si llevan encima drogas o tienen fiebre y varias cosas más que no le interesan. En la cola no hay ningún hachegé. Ellos viajan en sus aeromóviles y estarán ya en sus puestos. Cuando te basta con dormir tres horas al día puedes permitirte trabajar doce. Hasta te queda tiempo para follar, si tienes con quién. Una vez, Pinchon, su jefe hachegé, subió al tren. La gente se arremolinó en torno a él para saludarle, darle conversación o simplemente por curiosidad. Fran no, y eso que estaba en su vagón. El hachegé explicó más de doce veces que su aeromóvil se había estropeado y prefería viajar en el tren a pedirle a algún jefazo que lo llevara. «No sé por qué os extraña tanto. Somos compañeros, ¿no?», decía. «Sí, pero eso te lo crees tú y nadie más», pensó Fran.

Él habría podido ser uno de ellos. Sus padres se apuntaron al programa, o al menos eso le contaron de niño. Muchas veces. Lo repetían cada cumpleaños, cada reunión familiar, cada vez que les enseñaba las notas del colegio. Pero nació normal, y encima raro. Un oxímoron con patas. Mala suerte. Quizá solo azar.

Se cambia de ropa y se pone el mono verde termorregulador creado por los hachegés. Tejido antibacterias, suave al tacto, resistente. Ideal para unos calzoncillos. A las siete en punto está en el despacho de mantenimiento, listo para recoger las órdenes de trabajo o hacer lo que Pinchon diga. Los dos son los únicos hombres en mantenimiento. Fran mira la cara de su jefe, un palmo por encima de la suya, y espera. Los hachegés no tienen pelo en el cuerpo, ni siquiera cejas, y apenas muestran emociones. Pinchon es una excepción a ambas reglas: un fino bigote rubio bajo su cráneo pelado y, cuando está de mal humor, como ahora, la tensión en su mandíbula se le marca hasta las orejas.

—Fran, tienes que ir a Recursos Humanos —le dice sin apenas mirarle a la cara—. Pregunta por Marua, la directora.

—¿Para qué?

—No es cosa mía —contesta Pinchon—. Cuando acabes mueve tus patitas a la quinta nave. Se han vuelto a atascar las máquinas de lavado.

Fran atraviesa dos naves de producción hasta la zona de despachos. Solo se mueven tres cabezas a su paso como saludo. Hacia él se dirige un hachegé, en línea recta. Habla de manera ininteligible a través de un casco comunicador, una esfera púrpura semitransparente que le envuelve la cabeza. Fran se mantiene en su camino, preparado para el choque, pero el hachegé lo sortea en el último momento. Como si rodeara una columna.

Los primeros hachegés crearon su propio lenguaje cuando apenas tenían veinte años, hace ya diez. Por lo que Fran sabe, no es una mera extensión de las lenguas humanas. En él, los silencios, los tonos y las vibraciones de voz, los gestos, todo tiene un significado. Dos años después, los hachegés de todo el mundo habían asumido el nuevo lenguaje como propio. No intentaban distanciarse de los normales, explicaron, pero las lenguas tradicionales les resultaban tan insuficientes como las señales de humo. Una simple cuestión de eficiencia. El siguiente paso fueron los cascos para comunicarse entre ellos. Claro que siempre que hay un normal delante usan el español, el inglés o lo que sea. A esto lo llaman eficacia.

 Fran llega al despacho de la directora de Recursos Humanos. En una mesa ante la puerta, su secretaria, Sonia, mueve sus dedos sobre una pantalla táctil mientras atiende a un holograma. Es una normal, aparenta pocos más de los treinta años de Fran y no trata mucho con el personal de planta. En la fábrica se rumorea que le dieron el puesto cuando le quitaron a su hijo, nacido hachegé, para educarlo en un centro especializado. También dicen que, después, su matrimonio se rompió. Fran nunca entendió cómo un hombre podía abandonar a una mujer como ella.

—Me han dicho que pregunte por la directora —dice—. Soy…

—Te conozco, Fran —le responde Sonia—. Pasa, te esperan.

Entra al despacho sin llamar. Tras un escritorio de cristal sobre el que se ven unos folletos, está Marua, la directora. Las mujeres hachegés lo intimidan más que ellos. Nunca se acostumbrará a sus cabezas sin pelo y sus cuerpos redondeados de dos metros de altura. Frente al escritorio hay dos sillas, en perfecta equidistancia. Una la ocupa Olmos, el enlace de la plantilla con los jefes. Lleva el pelo rapado al uno. Rufus, el gracioso de la planta, dice que cada vez que va a la peluquería se lo corta un poco más: «sueña con que un día le confundan con un hachegé, pero entonces abrirá la boca y la cagará».

—Tú nunca llamas, ¿eh? —dice Olmos.

Fran mueve la silla libre y se sienta. El triángulo que forman pasa de equilátero a escaleno.

—Gracias por venir, señor Mosquera —le saluda Marua—. Queremos hacerle una oferta. Estamos implantando un nuevo programa que mejorará la adaptación al entorno de trabajo. —Le acerca uno de los folletos con sus dedos largos—. Se ha probado en otros centros con excelentes…

—No necesito ningún programa de adaptación —interrumpe Fran—. Estoy muy bien adaptado. Demasiado, incluso.

—Por supuesto. —Marua mira a Olmos, como buscando su apoyo, pero el enlace calla—. El programa se sirve de las técnicas más avanzadas: un completo mapeo neuronal…

—Mi cerebro está bien.

—Nadie lo pone en duda. Esté tranquilo, no se hará nada sin su aprobación.

La hachegé se echa ligeramente hacia atrás en el sillón. Su voz es suave. Las palabras se desvanecen tan pronto son pronunciadas, pero de alguna forma despiertan en Fran imágenes de sí mismo seguro, sonriente. Se siente bien, es agradable.

Olmos tose y el embrujo se rompe.

Fran tarda un segundo en darse cuenta de donde está. No recuerda nada de lo que ha escuchado. Se remueve en la silla, incómodo.

—Usted, mejor que nadie, sabe lo mucho que puede mejorar un sistema bien atendido —la hachegé vuelve al tono de voz con el que lo recibió—. Es su trabajo. Las personas, en eso, somos parecidas a las máquinas. Mejoramos cuando se nos cuida.

—No vas a ser el único —interviene Olmos—. Está previsto que participen veinte normales de esta planta. Se han apuntado todos con los que hemos hablado.

—¿Tú también? —pregunta Fran.

Olmos entrecierra los ojos. No está en la lista, y no por gusto. Quizá no cumple los requisitos, o a Marua no le ha dado la gana ofrecérselo.

—En esta primera fase nos centramos en un grupo reducido de personas —dice Marua—. Más adelante, está previsto ofrecer el programa a toda la plantilla.

—¿Es voluntario?

—Por supuesto.

—Es un privilegio —dice Olmos—. No sabes la suerte que tienes.

—Paso. No me interesa.

—Antes de que lo rechace, —dice la directora—, debería saber que tras superar el programa estará listo para asumir nuevas responsabilidades. Quizás un cambio de puesto, más salario, mejores condiciones.

—¿Te imaginas, Fran? —dice Olmos—. Tú, de encargado en una planta.

La cara de Olmos grita: «tenía que estar yo en tu sitio, gilipollas». Fran está a punto de saltar. Incluso de aceptar la propuesta, solo para darle en los morros al enlace. El impulso desaparece en un instante. Más tarde volverá, a lo mejor en el tren silencioso, o por la noche, mientras se prepara la cena. Entonces, si está solo, alzará la voz con tono orgulloso y despectivo, sonarán las frases brillantes que no encuentra ahora.

—Estoy bien donde estoy y haciendo lo que hago, ya lo he dicho.

Se encamina hacia la puerta. A mitad de camino se gira.

—¿Me puedo ir? Tengo trabajo.

Musita un «adiós» al pasar al lado de Sonia. Siente que ella le sigue con la vista, pero intenta no pensar en eso. Cuantas más vueltas da a esas cosas es peor, porque a la gente que le mira no le gusta que él se dé cuenta, y mucho menos que se lo diga. Así que va a la quinta nave a desatascar las máquinas de lavado, como le ha dicho Pinchon.

Tiene que desmontar uno a uno los tubos de cada máquina, conectar las escobillas mecánicas a los limpiadores y pasarlas a través de cada tubo. Después, repasar todo el material con el equipo viejo de ultrasonidos. A la hora del almuerzo aún no ha acabado, pero no puede dejarlo a medias. Maldice mientras espera, recuerda la entrevista y la sorna de Olmos: «¿Te imaginas de encargado?» «Lo que no me imagino es verte a ti trabajando». Al rato viene Pinchon y le trae un bocadillo y una botella de agua.

—Ninguna de tus compañeras ha sabido decirme qué sueles tomar —le dice—. Te he cogido uno de tortilla.

El hachegé echa un vistazo a los equipos. Calcula el tiempo que falta y se sienta al lado de Fran.

—He pedido voluntarias para traerte el bocadillo. No se veían las cabezas de tanta mano levantada.

—Mi padre decía que al trabajo no se viene a hacer amigos.

—Y te lo tomaste a rajatabla, ¿eh?

Fran mastica la tortilla y calla. Le gustaría darle las gracias a Pinchon, pero esas cosas o se dicen en el momento o se callan. El hachegé se acaricia el bigote con el índice y el pulgar de la mano derecha, empieza bajo la nariz y mueve ambos dedos hacia fuera.

—¿Qué te han contado en Recursos Humanos?

Fran echa un vistazo alrededor. No hay nadie cerca. Tampoco se oye nada salvo el zumbido de la maquinaria de limpieza. Mucho ultrasonido, pero parece un vibrador gigante.

—Querían hacerme un mapeo neuronal, y no sé qué más. Me han dicho que así me iría mejor.

—¿Y qué les has respondido?

—Que se fueran a tomar por el culo.

Fran se sorprende de su propia sinceridad. Antes de arrepentirse descubre un atisbo de asombro en Pinchon. No está enfadado, parece hasta contento. Se concentra en la comida, masticar y tragar. Al cabo de un rato de silencio, el hachegé se levanta y apoya la mano en su hombro.

—Cuando acabes aquí, tómate un descanso.

—Espera —dice Fran, señala el bocadillo—. ¿Cuánto es?

—Nada. Te lo has ganado.

Al acabar el turno, en el vestuario, Fran se quita la ropa de trabajo para entrar en la ducha. Si por él fuera se lavaría en casa, pero las normas son muy estrictas. Además, los sistemas higiénicos creados por los hachegés son rápidos y eficientes, como todo lo que hacen: chorros de agua jabonosa en trescientos sesenta grados y a continuación aire caliente e infrarrojos. Ante las cabinas higienizantes se forman colas de hombres con una toalla blanca anudada en la cintura. Se espera poco, cada medio minuto pasa el siguiente. Fran aguarda su turno cuando se le acerca un operario al que solo conoce de vista.

—Hola —le dice—. Eres Fran, ¿verdad?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Me gustaría hablar contigo un momento, cuando acabes. Es sobre el programa de adaptación. Te espero fuera.

Fran se ducha y vuelve rápido al vestuario. Antes de abrir su taquilla mira de reojo a sus compañeros, por si acaso. Todo parece normal, aunque si alguien le fuese a jugar alguna no dejaría pistas. No tenía que haberle contado nada a Pinchon. Al fin y al cabo es un hachegé. O el cabrón de Olmos. ¿Quién es el tío que le ha preguntado? Su cara le suena de la tercera nave, puede que antes estuviera en la segunda. Tiene que mantenerse rodeado de gente, así no podrán hacerle nada. Si pretendían asustarle, lo han conseguido.

El tipo le espera en la calle, solo. Lleva una cazadora azul y unos vaqueros, ropa normal. Le sonríe. Fran sigue caminando y el otro se pone a su altura.

—Has estado esta mañana en Recursos Humanos, ¿verdad?

—¿Y a ti qué te importa? —dice Fran.

Mira a derecha e izquierda, nadie les presta atención. Acelera el paso. El otro se hace el sorprendido y continúa.

—A mí también me han llamado.

—No es asunto mío.

—Han estado citando a gente de todas las naves, para ofrecerles el programa. Los primeros han dicho que sí, pero luego se ha corrido la voz de que te habías negado. Los demás lo hemos rechazado también.

Fran se para, coge del brazo al hombre y se apartan del río humano.

—¿Quién ha corrido esa voz? —pregunta.

—¿Qué más da? Toda la fábrica lo sabe. Estamos contigo.

—Me importa una mierda. Dejadme en paz.

—Algunos llevamos tiempo reclamando que nos tengan en cuenta. Incluso algunos hachegés nos apoyan. Lo único que necesitábamos era que alguien diera el primer paso.

—No me mezcléis en vuestras historias, joder.

El hombre le pone la mano en el hombro, igual que hizo Pinchon. Parece creer lo que dice. Pero ese tipo de cosas siempre acaban mal, sobre todo para la gente como Fran. No se atreve a sacudirse la mano de encima, solo la mira y se encoge un poco, como si le hubiera cagado una paloma.

—Has sido un ejemplo para todos —dice el otro antes de irse.

En el andén Fran se mueve nervioso, cambia el peso de pie y se balancea. Sus compañeros y compañeras de trabajo se mezclan con los del resto de fábricas cercanas. Mañana tendrá problemas, los jefes le pedirán explicaciones. Lo mejor será que vaya a primera hora a Recursos Humanos y pida entrar en el programa.

—Hola, Fran —dice Sonia, de pronto a su lado.

—Hola.

Ella parece con ganas de hablar. Vaya momento ha escogido, piensa él hacia sus zapatos.

—He sido yo la que ha contado que te negaste a participar en el programa —dice Sonia.

—¿Qué? ¿Tú?

—Si se enteran me despedirán. Alguien tenía que hacer algo. Por dignidad, ¿sabes?

Fran no entiende del todo eso de la dignidad. La suya está bien enterrada, si es que alguna vez existió.

—¿Te puedo preguntar una cosa? —continúa ella.

—Dime.

—¿Por qué lo has hecho?

—Soy así.

 Sonia se para, como a mitad de una frase, o desilusionada. Fran ha respondido sin pensar. Se repite la pregunta en su cabeza, y por un momento vuelve a estar en el despacho de Recursos Humanos, frente a la hachegé.

—Bueno, no. Me asusté.

Ella apoya su mano en el antebrazo de Fran, sobre la chaqueta, y aprieta un poco. Una descarga lenta le recorre los hombros. Él trabaja en mantenimiento, entiende de electricidad, de lo que hace que las máquinas funcionen. Esto se le escapa.

—Todos los que salieron antes que tú estaban acojonados —le dice Sonia—. Se les veía en la cara. Por eso, a los siguientes, antes de que entraran, les conté que tú habías dicho que no a los hachegés. Nadie volvió a salir con miedo.

Se enciende un piloto sobre la oreja de ella, una llamada. Una extensión proyecta un holograma frente a su cara y Sonia se separa para responder. Él se vuelve, pendiente de la conversación entre los ruidos de la estación. La escucha reír y más bajo, casi un susurro, un «yo también, te veo en casa».

El tren silencioso entra en la estación. Fran mira al frente y respira hondo. Recuerda la expresión de Pinchon, las palabras de Sonia y del tipo de la tercera nave.

«La dignidad debe ser algo parecido a esto», piensa.

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