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La final del Mundial, un relato de Marco Granado

Martina abrió la puerta de su pequeño departamento, en el barrio de la Boca, al ladito mismo de la Bombonera. No esperaban visitas a esa hora, apenas acabada la cena. Ante ella, una mujer rubia, vestida con un traje azul marino, tacones y cola de caballo. Elegante, señorial. Llevaba gafas de sol opacas, como el joven que le acompañaba un paso por detrás, también trajeado y con un maletín de cuero negro.

—Buenos días. ¿Está el señor Gómez?

—Sí está. ¿De parte de…?

—Me llamo Ana. Ana Modeo. El señor Gómez me ha citado aquí. Un asunto de negocios.

Martina entornó la puerta y fue a buscar a su marido, que veía la televisión en pijama y zapatillas. El enésimo programa deportivo, ahora que solo faltaban dos días para la final del Mundial. Julián Álvarez, De Paul, Dibu Martínez, eran nombres que sonaban a cada poco en la casa. Y por encima de todos, Messi, por supuesto.

—Levantá, Carlos Alberto. Hay una señora y un pibe en la puerta, muy cheta, preguntan por vos. Dicen que quedaste con ellos. Dale, che, arreglate un poco. Parece de un banco.

Con una camisa limpia, el pantalón del pijama y las cejas a punto de unirse en una única fila de pelo encrespado, Carlos Alberto Gómez fue al encuentro de la visita.

—Ustedes dirán —tendió la mano a la mujer.

—Buenas noches, señor Gómez —la mujer bajó la vista un instante a la extremidad extendida, sin hacer ningún ademán de estrecharla—. Soy Ana Modeo. Aquí, mi asistente, el señor Morloz. Venimos por la final.

—¿La final del mundial? —recogió ambas manos a su espalda y se las restregó sobre el pijama, como si estuvieran sucias—. Pero yo…

—Tenemos una oferta que hacerle. Quizás podríamos hablar en un lugar algo más reservado.

—Yo no compro nada, ¿eh? Y no los llamé. Lo que sea que me digan, diganlo acá.

—No somos vendedores, señor Gómez. Más bien, todo lo contrario.

—¿Y qué querés comprar vos? ¿Este departamento? Llegaron tarde, la mitad es del banco ya.

—Algo más personal. Solo venimos cuando se nos convoca, y usted nos llamó ayer. En el cuarto de baño, a las dos de la madrugada. ¿Se acuerda?

Carlos Alberto Gómez palideció. Era casi verano en Buenos Aires, hacía calor en la calle y más en la casa. Varias gotas de sudor se unieron a las que ya corrían por su frente y su espalda.

—¿Ustedes son…?

La mujer rubia sonrió, solo un poco, y afirmó con la cabeza.

Su esposa y su hijo veían una película en la televisión, aprovechando que el padre había soltado el mando. Ambos se giraron al verle entrar acompañado por los extraños.

—Martina, por favor. Entrá en la cocina. Y tú, Lionel, a tu cuarto. Tengo que hablar con estos señores.

En otro momento, una petición así habría supuesto una batalla campal. Pero las ganas de disputa se diluyeron ante la cara de pánico del hombre y la sonrisa leve de los visitantes.

—No me andaré por las ramas, señor Gómez —dijo la mujer, apenas se sentaron en la mesa donde solía comer la familia—. Usted nos ofreció ayer su alma a cambio de un asiento en la final del mundial.

—Sí. Y que gane Argentina, por supuesto.

La mujer chasqueó los labios.

—Son dos cosas diferentes.

—¿Qué? No pretenderán que me vaya a Arabia a ver perder a esos pelotudos… Eso sería lo último. Me re cagaron, ustedes.

—Un viaje es factible. Un buen hotel, incluso una buena entrada, en un palco. Ningún problema. Ahora bien, que Argentina gane la final exige un gran esfuerzo. Diría que excesivo, por un precio tan económico.

—No me boludees, vos. Es mi alma inmortal, arderé en el infierno hasta el apocalipsis. Y seguiré ardiendo después.

—Señor Gómez, entienda que no es el único que nos ha hecho una petición similar —se giró hacia el joven—. ¿Cuántas llevamos ya?

El asistente sacó su móvil y tecleó con el pulgar un par de veces.

—Ciento treinta y dos mil setecientas veinticinco, para que gane Argentina. Por parte francesa, tenemos ciento cuarenta y cuatro mil sesenta y dos, y subiendo.

—La concha de mi madre. Quién lo iba a pensar, de esos franceses pelotudos.

—Lo que quiero decir, Carlos Alberto, si me permite que le llame así, es que no nos sale a cuenta el negocio. Perdemos más que lo que ganamos.

—Se pudre todo. Entonces, ¿la final está perdida? ¿Messi se quedará sin su copa del mundo?

—No necesariamente. Solo que el precio será un poco más alto.

Diez minutos de negociación. Después, los visitantes esperaron durante otros diez minutos de gritos en la cocina y dos minutos de charla aparentemente tranquila en la habitación del hijo, hasta que la familia al completo se unió a ellos.

—Está todo hablado. Se llevan nuestras almas y nos vamos todos a la reputa Arabia a ver a la albiceleste coronarse.

—Yo quiero una PlayStation 5 —dijo el hijo—. Y el The Callisto Protocol. Si no, ni en pedo.

La mujer sonrió un poco más tras sus gafas negras.

—De acuerdo con la consola. El viaje para los tres será difícil. No hay entradas suficientes para todos los pactos que estamos firmando. Lo que sí puedo ofrecerles es una televisión plana de cuarenta y siete pulgadas, para que puedan ver la final como se merece.

—Qué rata que sos —intervino la madre—. Por lo menos, de cincuenta y cinco.

—Hecho.

El joven depositó el maletín sobre la mesa y acercó sus manos a los cierres, pero la mujer negó con la cabeza.

—No será necesario un pacto escrito. Con un apretón de manos será suficiente. Todos aquí somos gente de palabra.

Uno por uno, estrechó las manos del padre, la madre y el hijo. Su piel estaba fría, demasiado fría, y dejó una marca roja en las de la familia.

—Mañana les llegarán los artículos prometidos. Buenas noches.

Ana Modeo y su asistente bajaron en silencio por el ascensor. El joven siguió andando tras ella por la calle, confuso, sin saber adónde se dirigían.

—Disculpe, ama. ¿Por qué no ha querido firmar el pacto tradicional, con sangre? Usted sabe que lo que hemos acordado con esa familia no tiene valor legal ante el otro bando.

—Ni falta que hace.

—No la entiendo.

—Si hubiéramos firmado, Argentina debería ganar la final, ¿verdad?

—Verdad.

—Y eso exigiría un montón de papeleo. Instancias al Negociado de Compras, formularios por triplicado, presupuestos, justificación de gastos ante la Intervención Infernal…

—Claro, los trámites habituales.

—Una pérdida de tiempo. Esas almas ya son nuestras.

—Pero si Argentina pierde…

—El padre se sentirá frustrado, engañado. Por nosotros y por el otro bando. La mujer se dará cuenta de que ha pasado media vida con un imbécil dispuesto a sacrificarla por una chorrada. Y el hijo, bueno, al hijo le importa todo una mierda, sus padres incluidos. Si Argentina gana, estarán tan contentos con sus regalos y su victoria que firmarán lo que les pongamos por delante —pararon frente a una tienda de electrónica—. Vamos a comprar la televisión y lo demás. A su nombre y a plazos.

—¿A plazos? ¿Por qué?

Ana Modeo resopló. Estaba cansada de tanta explicación. ¿Qué les enseñaban ahora en la Academia?

—Si Argentina gana, volverás, pagarás y habremos comprado tres almas por calderilla. Si pierde, les llegarán las facturas, tendrán que devolverlo todo y se cabrearán aún más. Por eso.

El asistente procesó toda la información durante unos segundos.

—Ama, me inclino ante su astucia. Es usted un ejemplo y una guía para mí —una breve pausa—. Estaba pensando… El fútbol, ¿quién lo inventó? ¿Satanás en persona? ¿Baal, el general de los ejércitos infernales? ¿O acaso fue Nibas, el gran farsante burlesco?

—Creo que fueron los ingleses, pero no estoy muy segura. Vamos, que aún tenemos faena hasta el domingo. Vete mirando quién es el siguiente de la lista.

Entraron al comercio.

Este relato ha sido escrito en las tardes de los días 13 y 14 de diciembre de 2022, mientras en otra parte del mundo se desarrollaban las semifinales de la Copa Mundial de la FIFA. No fue intencionado. El autor, aunque le gusta el fútbol, o precisamente por eso, prefirió sentarse al ordenador antes que frente al televisor. No pudo evitar enterarse de los resultados. Solo tuvo que hacer una corrección. Con Marruecos en la final, el relato ganaba.

Eso sí; el autor no garantiza que no vaya a ver la final.

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