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Dixit – Pobre Leda, un relato de Kate Lynnon

Lo sé, no es normal.

Perdóname. Desearía poder darte una explicación, pero no tengo ni idea de lo que ocurrió; mis recuerdos son vagos, difusos, pero lo intentaré. Creo que lo más extraordinario que ha podido pasarme en los últimos tiempos fue durante uno de mis paseos. Ya sabes: de tanto en tanto necesito despejar la mente y estar a solas, lejos del bullicio del ágora y del palacio. Así que me adentro en la naturaleza para depurarme. Me gusta caminar a la orilla del río: acariciar los juncos con las yemas de los dedos, sentarme en alguna roca, desentumecer los pies en el agua fresca… El verdor me aporta calma, y cuando la luz de la puesta de sol baña el paisaje, los destellos en la superficie fluvial y en las hojas son un deleite para mis retinas.

En ocasiones, también contemplo los animales que se dejan ver entre la maleza o las aves que sobrevuelan el lugar. En concreto, el día en el que estoy pensando recuerdo haber visto una bandada de cisnes flotando en el Eurotas. Sus movimientos eran hipnóticos. Por desgracia, la quietud se vio interrumpida por la presencia de un águila. Todos se alejaron de inmediato excepto uno, por el que el depredador parecía sentir predilección. En ese momento, el perseguido reparó en mí, espectadora oculta entre las plantas de la orilla. Por algún extraño motivo, debió de creer que yo podía proporcionarle alguna clase de cobijo, así que avanzó en mi dirección, dejando estelas tras de sí. Se posó en mi hombro como un chiquillo que busca la protección de su madre. En cuanto al cazador, huyó despavorido nada más verme; tal vez me confundiera con un animal mayor y más fiero.

Una vez libres de la amenaza, los congéneres de mi nueva amistad salieron de sus escondrijos y se aproximaron con timidez. Aquí fue donde perdí el sentido. Todas las imágenes que acuden a mis mientes son inconexas y están envueltas en un halo onírico que desdibuja los detalles. Recuerdo una euforia infinita mientras me dejaba llevar por la corriente sin siquiera desvestirme, rodeada de cisnes. Recuerdo el tacto de las plumas más suaves que jamás he tocado contra mi propia piel. Recuerdo los ojos negros de aquella hermosa criatura clavados en los míos, que me decían cosas que dudo haber llegado a comprender y que sería incapaz de repetir. Pero, sobre todo, recuerdo un cosquilleo cálido entre las piernas que se expandía en ondas por todo mi vientre, un trance libidinoso en el que aún seguiría sumida horas después.

Aquella noche —no sé si eres consciente de ello, esposo mío—, compartimos el tálamo. Yo anhelaba tu cercanía más que nada en el mundo, tus besos, tus caricias, tu calor… Nos fundimos en uno febriles, nuestros cuerpos jadeantes y perlados de sudor, alumbrados por la pálida luz de la luna. Yo gritaba tu nombre y te suplicaba que te internases en mis más recónditos encantos, que me llenases con tu vigor e hicieras brotar del movimiento acompasado de nuestras caderas el más puro éxtasis.

Lo sé: aquella noche deberíamos haber concebido a nuestro primogénito. Y, sin embargo, como si de una gallina clueca se tratase, me encuentro con que lo único que mi organismo ha traído al mundo son este par de huevos que ves. Tal vez haya habido alguna intervención divina. Espero que seas capaz de perdonarme y que, al igual que los cisnes, tengamos la oportunidad de permanecer unidos hasta que la muerte nos separe.

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