Pasó horas observando aquellos ojos muertos antes de decidir que quería ser aquella criatura. A menudo observaba furtivamente a los niños a través de las ventanas de sus dulces hogares ansiando sentir el cariño de unos padres.
Se apuró para evitar que el cadáver se malograse. Cargó el cuerpo hasta la cabaña de la vieja convencido que una vida llena de amor merecía el precio que estaba a punto de pagar.
Aunque la bruja no entendía qué se le había perdido a un trasgo en el mundo de los humanos, no dudó en complacerle exigiendo como pago aquel áspero pellejo que ya no iba a necesitar. Un sencillo conjuro bastó para que su alma ocupase el cadáver hallado en el bosque.
En apenas dos días el trasgo, que ahora era un precioso niño de siete años, dominaba los movimientos de su nuevo cuerpo. No conseguía hablar, pero supuso que lo atribuirían al susto por haber estado perdido tanto tiempo en aquel terrorífico bosque.
Ilusionado, llegó hasta la plaza del pueblo. La primera mujer que le vio dio un grito y se santiguó. Pronto todos se arremolinaron a su alrededor. El trasgo se sorprendió al ver que el regreso del niño perdido no causaba alegría en sus paisanos y no entendía el porqué de sus lamentos y miradas lastimeras. Aunque lo intentaron, no pudieron evitar que viese al hombre y la mujer que se balanceaban ligeramente mientras colgaban de una cuerda en un rústico patíbulo. Cuando se enteró de que aquellos eran los padres del niño cuyo cuerpo ahora poseía y que habían confesado que mataron y abandonaron a su hijo en el bosque ya era tarde. Intentó escapar y regresar al bosque, pero aquella horda de humanos se lo impidió.
Nadie quiso hacerse cargo de un niño marcado por la desgracia y acabó en un hospicio donde el amor y las risas brillaron por su ausencia. Nadie se extrañó cuando encontraron su cuerpo inerte colgando de una cuerda en su fría habitación.