Cuenta la leyenda… la verdad es que nos morimos de ganas de comenzar con estas palabras, pero no estaríamos ajustándonos a la realidad porque más que una leyenda lo que hoy traemos es una maldición. Aunque también nos hubiera gustado hablar de hechos fantásticos, para llegar al meollo del asunto no tenemos más remedio que sumergirnos en acontecimientos de lo más terrenales.
El Teatro Zorrilla, situado en la Plaza Mayor de Valladolid, fue construido en 1.884 y a su inauguración asistió el propio José Zorrilla ilustre escritor de la ciudad, sobre el que tarde o temprano volveremos a hablar por unos problemillas de inquilinos rebeldes en la que fue su casa. Volviendo al teatro, este se convirtió en uno de los más modernos de la época al contar con iluminación eléctrica. Y a todas luces, nunca mejor dicho, un lugar ideal para trabajadores, actores y público en general. Pues no, aunque disfrutar se disfrutaba en el teatro, los que conocían su maldición no las tenían todas consigo.
Allá por el siglo XIII se inauguró el Convento de San Francisco, llegándose a convertir un gran complejo con su huerto, su pozo, sus celdas, sus casas para alojar a la servidumbre y su iglesia. Y ahí es donde está el germen de la maldición. De todos es sabido que durante muchos años los lugares santos entre otras cosas ejercían de cementerio y en las iglesias y criptas abundaban las tumbas. Como no podía ser de otra manera nuestro convento estaba plagado de lápidas que recordaban dónde descansaban por toda la eternidad los allí enterrados. Diremos que entre ellos se encontraban ilustres como Cristóbal Colón y un tal Hugh O´Donnell apodado como el Cid irlandés (de este damos fe de que aún se buscan sus restos y no dudamos de que tarde o temprano tenga su propia leyenda, más o menos escabrosa).
Corrió el tiempo y entre guerras con los franceses y desamortizaciones el convento acabó hecho una ruina y sus terrenos vendidos. Aquel solar era un caramelito para los constructores de la época que no dudaron en aprovechar piedras consagradas reutilizándolas en los nuevos edificios. Hasta ahí todo correcto, pero la indignación llamó a la puerta de los más piadosos al saber que en uno de los solares, según dicen el que en sus tiempos albergo el cementerio, se iba a construir un antro que representaba la encarnación de todos los vicios y males. Un teatro.
No se había inaugurado el teatro y ya se hizo acreedor de la maldición que acompañaba a otros espacio lúdicos construidos sobre tierra consagrada: «El día que el aforo esté completo el teatro arderá hasta sus cimientos». Desde entonces los administradores del auditorio, para evitar la ira divina, se encargaban de dejar varias entradas sin vender, por aquello de que aunque las maldiciones sean cosa de crédulos, siempre es mejor no tentar a la suerte.
Ya en el siglo pasado, a finales de los ochenta y principios de los noventa nuestro querido teatro había quedado relegado a sala de cine de reestreno. Cada sábado el edificio se llenaba de jovenzuelos, que como una servidora, querían disfrutar del séptimo arte a un precio reducido. Confieso que cada vez que entraba en el cine, por muy lleno que estuviese, me reconfortaba el ver que varias butacas permanecían indefectiblemente libres, y no porque el taquillero no hubiese vendido todas las entradas intentando evitar la maldición, sino porque las columnas que sujetaban los palcos se situaban justo delante de un par de butacas. No solo era que se perdiese visibilidad, si no que no había forma humana de sentarse en aquellos asientos.
Confieso que desde la reciente remodelación de hace algunos años no había vuelto a acudir al Teatro, pero hace unas semanas me reencontré con el patio de butacas que tanto frecuenté de joven. La obra elegida fue La mujer de negro de Susan Hill. La oscura ambientación y el fantasma victoriano campando a sus anchas me hizo recordar la maldición. En aquella representación la sala estaba a mitad de aforo, pero cuando encendieron la luz comprobé con estupor que, aunque las columnas que sujetaban los palcos seguían en su sitio, ya no bloqueaban ninguna butaca.
Ya sé que todo esto no son más que cuentos asusta viejos y muchachos, pero un consejo os doy, si vais al Teatro Zorrilla y prevéis que la obra va a ser de las de lleno total, no sería mala idea comprar una entrada de más, por si acaso.
Una pequeña inversión que seguro tranquilizará vuestro espíritu.
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